Debo recorrer varias cuadras para llegar al banco a sacar dinero, antes de salir, desinfecto la mascarilla con alcohol aromatizado con manzanilla y cargo mi alcohol en gel. Soy afortunado, tengo sueldo, a mi familia no le faltará alimentos y atención. En mi barrio, un grupo de la Junta de Vecinos, durante el confinamiento del año pasado, solicitaba que donáramos alimentos para los más necesitados, los que viven al día y también mueren al día. Ya no lo hacen porque un sacerdote jesuita, hace más de diez años, montó un comedor popular en mi zona y la fila que antes de la pandemia y del golpe se había reducido, ahora ha dilatado su tamaño notoriamente. La mayoría son personas de la tercera edad, como yo, no tienen familia y se sienten solos. En las filas se ponen a charlar y no guardan la distancia sugerida para evitar contagios, hablan y cuentan de los que faltaron este día:- El Manuel ha partido, ¡mejor! estaba muy solito.- Margarita estaba enferma, el bicho le agarró, también partió. Cada día hay espacios vacíos que son ocupados inmediatamente por otras personas. La mayoría son varones. Reciben sus raciones en envases descartables porque ya no pueden ocupar el comedor por temor a más contagios y la vulnerabilidad de los comensales.
Las señoras cocineras se esmeran, desde muy temprano los aromas de cilantro, orégano y el chasquido de las asaduras alegran la calle. Trabajan riendo y alegres. El acto de cocinar es un arte que se ejecuta con todo el cuerpo, como todo el arte que comunica. Ellas comunican la alegría porque este día muchas personas tendrán comida segura y esperanza. Pero la cola crece todos los días…
El afán de las mujeres de la ciudad empieza muy temprano, muchas veces cargadas de sus hijos, recorren kilómetros para vender sus productos, se quejan. Dicen:- Ya no hay venta, la gente gasta poco, apenas nos alcanza para comer.
Según las estadísticas últimas del INE (Instituto Nacional de Estadística) el consumo de pollo, leche y otros productos de la canasta básica, ha bajado notoriamente desde hace un año. Una población que no se alimenta correctamente, con tres comidas como mínimo al día, es más vulnerable a cualquier contagio y la pandemia los devora. Y las filas de vendedoras siguen creciendo y se sienten desoladas. También, en algún momento, engrosarán otros comedores solidarios.
Paso por el SEGIP (Servicio General de Identificación Personal), una gigante fila de jóvenes y adultos, todos silenciosos y mirando sus celulares, esperan que avance. Es todavía muy temprano y no atienden al público sino a partir de las 8.30 a.m.
Cerca del Banco me encuentro con un amigo que me reconoció; yo no pude porque transita vestido como extraterrestre, con mascarilla que le cubre enteramente el rostro. No se acerca, me habla de lejos, escoltado por su hija, está aterrorizado y me hace un recuento de los amigos de nuestra generación que sucumbieron al Covid.
De lejos veo la inmensa cola para la atención en el Banco, es un público heterogéneo. No tengo más remedio que enfilarme y esperar, esperar… y pienso. – Mantenemos un ejército que nos cuesta mucho dinero ¿Por qué no se convierten en comedores populares con productos de Emapa y evitamos la desnutrición de familias empobrecidas? Así, en vez de masacrar ciudadanos indefensos, ahora proclamarían la solidaridad y la vida.
La nutrición, si no va acompañada de educación, provocará un retraso irremediable en estas generaciones. Tenemos dos canales estatales que llegan a todo el territorio y pueden ser el vehículo ideal para la educación a distancia. El Ministro de Educación puede delegar nuevas competencias a estas instituciones ¿Qué espera?
¿Por qué la banca no habilita cajas para la tercera edad? Existía un servicio para los jubilados con problemas de salud que recibían su sueldo en sus domicilios ¿Por qué no se retorna a esa modalidad y evitar aglomeraciones dolorosas?
El monstruo de la burocracia fortalece su cola cada día que pasa y nos estrangula, impide una atención eficaz en los servicios de salud y educación. El poder político debe usarse para cuidar la vida, el único bien sagrado que justifica su aplicación creativa porque no deseamos volver a la pesadilla del año pasado.
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