No existen los hechos. La verdad tampoco. Sólo hay interpretaciones. Unas antojadizas, otras perversas. De hecho, toda la vida que transcurre en nuestras sociedades actuales, la hace bajo el reinado de la inmensa acumulación de espectáculos. Asistimos a una sociedad fundamentalmente espectacularista, donde la imagen de la economía prima y el espectáculo no quiere llegar a ninguna otra cosa que a sí mismo.
La distracción es el resultado de un modo de producción existente. Ni siquiera es una especie de suplemento adicional al mundo real; es su decoración superpuesta. Y bajo todas las formas particulares de expresión, de información o propaganda, de publicidad o consumo directo de entretenciones, el espectáculo se constituye en el modelo actual de la vida socialmente dominante.
De hecho, la forma y el contenido son idénticos. Hoy se prefiere la imagen al fondo, la copia al original, el espectáculo a la sobriedad, la representación a la realidad, la apariencia al ser mismo. Preferimos actores, artistas, badulaques, payasos, escupe fuegos. Detestamos la sobriedad. El decoro. La esencia. El comportamiento ético. La moralidad. La realidad, ahora, surge del espectáculo y el espectáculo es la realidad.
Cada día asistimos a nuestra inexorable condena de presenciar el batiburrillo de los políticos, de dirigentes, sindicalistas y de una sarta de actos fantoches en busca de una burda popularidad. La valía para ellos es el Tik Tok empaquetado. Sus cadenas de oro. Sus fachas estrafalarias, propias de un saltimbanqui. Sus guitarras y bailes al interior de instituciones donde, por ley, debe reinar el orden, la transparencia, el trabajo denodado. Para eso se les paga con dinero de los bolivianos.
La política sin show es un crimen. Una blasfemia. No se entiende – por ignorancia y por maniqueísmo - que el manejo de la cosa pública debe ser, en esencia, aburrido. Cuando se trabaja de manera correcta, el manejo de la gestión política es estable, ordenada, transparente, sin grandes sobresaltos y, por lo tanto, muchísimo más democrática. Las alteraciones, los desórdenes, el espectáculo conllevan impericia, negligencia, caos, corruptela, actos dolosos. El aburrimiento es precisamente sinónimo de buen criterio y manejo inteligente de la democracia.
Deberíamos tener la capacidad de entender que la felicidad o la fiesta, si quieren algunos, está reservada para asuntos privados, íntimos o sociales. Ambientes para nada políticos. La administración pública reviste seriedad, eficiencia, honestidad. Cuando se carnavalea en las instituciones – con serpentina y cerveza, como hemos visto innumerables veces -, se cae en la chabacanería, que es la puerta amplísima para la corrupción, el abuso de poder y el comportamiento inadecuado propio de un ebrio en todos los sentidos.
Y aunque todos los asesores políticos difieran de mi apreciación, estoy convencido que hoy los jóvenes y los votantes prefieren aquellos políticos que no molestan. Que no incomodan. ¿No me creen? Los norteamericanos dijeron basta al circo de Trump y ahora tienen a un presidente aburridísimo, pero estable. Bélgica, Suiza, Suecia, Alemania, los países bajos y nórdicos son soporíferos, pero sus economías pujantes, sus democracias sólidas y nadie quiere sorpresas o políticos danzarines.
Hay un hartazgo del show. De la pantomima. De la política del reality. La gente quiere que los jueces administren justicia, que los servicios públicos funcionen sin coimas, que los concejales fiscalicen y los alcaldes trabajen, que los legisladores, legislen y que los gobernantes, gobiernen. La política aburrida es democrática. El tirano no lo es, el dictador no lo es, el ladrón no lo es, el payaso, no lo es y el que se quiere eternizar en el poder, tampoco lo es.
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