Lupe Cajías es sinónimo de periodismo en Bolivia. Cuando la conocí, de pura casualidad —como casi todo lo que ocurre en la vida—, ella se batía con su exigencia acostumbrada para atender hasta el más mínimo detalle de la Cumbre de la Comunidad Andina de Naciones en Sucre, una ciudad que en 1997 prácticamente se estrenaba en la organización de eventos de semejante envergadura.
Yo, que he trabajado junto con ella y –permítaseme la licencia autorreferencial– este es uno de mis mayores orgullos, la recuerdo siempre como una maestra puntual (estricta con los horarios, tanto que no parece boliviana) y, a la vez que disciplinada en lo laboral, pendiente del trato humano, de la caricia al alma para sus equipos profesionales –a los que, dicho sea de paso, seleccionaba cuidadosamente–.
Como buena líder, en un medio adverso, generalmente dominado por la mediocridad, creía en los equipos, es decir, en el aliciente individual para sacar lo mejor de cada uno y en la interrelación eficaz para el cumplimiento de objetivos y la consecución de metas.
Por eso me emociona el acto de justicia que acaban de cometer sus colegas al otorgarle el Premio Nacional de Periodismo, que es también, a mi modo de ver, un reconocimiento a su aporte a la cultura y, en concreto, a la producción intelectual en el país. Homenaje, además, al granito de arena que fue para La Paz y Bolivia la Fundación Cajías, institución entrañable que ella sostuvo hasta el final junto con sus hermanos, dignos herederos de don Huáscar siendo, por su visión holística del mundo, formadores de nuevas generaciones de estudiosos de distintas ramas del saber humano.
Habiendo dedicado su vida a la palabra y a la (defensa de la) búsqueda de la verdad y el bien común, incursionó en todos los géneros del periodismo, en el que se codeó –y aprendió– con varios de los más grandes de la generación dorada. En medio de la vorágine de fines de los setenta, cuando la democracia apenas se vislumbraba, Lupe tuvo la capacidad de iniciarse en el oficio y de encontrar en el camino el difícil equilibrio de la esposa y madre con la periodista.
Fiel a su genio aventurero, a su observación de reportera y a su necesidad de compartir con los demás aquello que siente y le preocupa –comunicadora al fin–, Lupe fue una precursora de la moderna crónica de viajes, ese artefacto periodístico que hoy goza de fama y prestigio y que se cultiva con lecturas, estudio y mucho trabajo, pero que sobre todo se nutre de experiencia –todavía más– de (con)vivencia.
Desde su lugar de mujer de valores inquebrantables, opina con una mirada analítica y cuestionadora, y su voz tiene peso por su claridad y lucidez. El día que recibió el premio más importante al que puede aspirar un periodista en el país, hizo hincapié en la libertad de pensamiento –qué duda cabe– la base para la libertad de expresión, y denunció con valentía que al actual gobierno no le gusta la prensa libre. En esa línea, sostuvo que el presidente y el vicepresidente son “enemigos de la libertad de prensa en Bolivia”.
“La libertad de la palabra es la generadora de todas las grandes potencialidades del ser humano, particularmente del periodismo”, dejó dicho, además, en la misma gala.
Harían bien los gobernantes en temer a periodistas como Lupe Cajías, pues al menos ella tiene algo reservado para unos pocos escogidos: el poder de la palabra que concita la atención. Quien la escucha o lee sabe que nunca será tiempo perdido, que no obtendrá de su palabra nada intrascendente. Ese es un don del que pueden preciarse únicamente los verdaderos maestros. ¿Cuántos de estos quedan en la actualidad?
El mismo don del liderazgo que otros utilizan para torcer la realidad y así beneficiarse de los efectos miserables de eso que hoy conocemos como la posverdad, Lupe Cajías supo practicarlo a lo largo de su carrera pero de manera positiva, con apego a los principios esenciales del periodismo. Y lo hizo con calidad y calidez profesional.
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