20 de agosto, (Suecia, artículo de Javier Claure).- La historia del destierro es tan antigua como la propia historia del hombre. En Grecia y en Roma, el destierro o el exilio era la pena máxima que se le atribuía a un ciudadano, cuyos actos eran considerados un delito en contra de la religión. El mismo destino le esperaba a la persona que se salía del marco de la legislación. El emigrante, el exilado o la persona que abandonó su país por causas económicas o sentimentales; deambula, a un principio, por senderos de inseguridad, de angustia y de temor. Tiene que renacer para adaptarse al país acogedor, a las costumbres, a la comida y a un nuevo idioma. Obviamente las circunstancias, en el nuevo país, se perciben distintas tomando en cuenta la edad, la familia, los objetivos que se quieren alcanzar, el nivel cultural, el país al cual uno llega, las condiciones que ofrece dicho país, etc. El médico y fisiólogo húngaro, Hans Selye, estudió mucho sobre el estrés, cuya investigación dio a conocer, en los años 50, en su famoso libro El Estrés de la Vida. Una nueva teoría de enfermedad (The Stress of Life. A new theory of disease) . Selye llegó a la conclusión de que el estrés es una reacción fisiológica del cuerpo humano cuando este se somete a situaciones de amenaza. La teoría sobre el estrés de Selye o el Síndrome General de Adaptación se puede aplicar en un contexto más amplio y en cualquier sociedad del mundo, ya que pone en tela de juicio la relación hombre-ambiente. Si consideramos el destierro, voluntario o involuntario, como un fenómeno psicosocial frente a los estímulos y desalientos de una sociedad; entonces podremos entender mejor los efectos que se producen en el bienestar emocional y mental de un ser humano.
Según mi experiencia y mis observaciones como una persona que vive lejos de su país de origen, he podido analizar los efectos del destierro. El exilio o el destierro, en particular para los más jóvenes que llegaron con sus familias a un país determinado, quizá ha sido solo un cambio de dirección. Una aventura hecha realidad que con el tiempo se han acomodado relativamente bien en la nueva sociedad. Para los que han sido torturados y perseguidos por las fuerzas opresoras de sus respectivos países, el destierro significó un suspiro de libertad y una posibilidad de tener una vida digna. En cambio, para las personas que gozaban de bienes materiales, de buena situación económica y de un buen estatus social, pero por las adversidades de la vida tuvieron que abandonar su país, pues el destierro significó ninguneo, castigo y heridas que quizá nunca sanaron bien.
También es cierto que el destierro puede abrir las puertas a una buena situación económica. Y muchas de las personas que han logrado alcanzar un nivel económico considerable, viven ufanos jactándose de sus logros materiales. En ciertos casos, se han vuelto indiferentes e insensibles a lo que ocurre en el mundo, porque viven en una burbuja de cristal. Un determinado grupo de emigrantes se han desarrollado intelectualmente. Otros han muerto. Hay unos cuantos que se han dedicado al jolgorio y no han hecho nada. En fin, todo es relativo y bien respetado porque como dice el dicho popular «cada uno es arquitecto de su vida». En resumidas cuentas, el destierro, visto como fenómeno psicosocial, implica alegrías, viajes, progresos, mejor situación económica, logro de un título académico (en algunos casos), conocimiento de ciertas culturas, aprendizaje de idiomas, etc. Pero también implica vivir lejos de familiares, de amigos y del entorno social en el que uno se ha criado. Al mismo tiempo conlleva estar expuesto al racismo, al fracaso, al desarraigo, al dolor, a la soledad, a la depresión, al sufrimiento, al insomnio, a la carencia de verdaderas amistades y al suicidio. Sea lo que sea, el tiempo pasa y nos ponemos más viejos. Entonces añoramos nuestro terruño pero, a veces, cuando uno vuelve a su país de origen ya jubilado, se siente extranjero en su propio entorno. Para terminar este artículo deseo transcribir lo siguiente.
Apólogo del retorno
Cuatro hermanos regresan a su pueblo después de mucho tiempo. Los recibe la madre, quien les pregunta qué traen de vuelta después de tanto tiempo de ausencia.
El menor dice que él logró hacerse dueño de negocios importantes, que ha prosperado y ganado mucho dinero. Y en prueba de ello trae algunos regalos. Declara en seguida que no puede quedarse mucho tiempo porque debe atender sus negocios. Y se va sin esperar siquiera a escuchar lo que puedan decir sus hermanos. La madre lo ve partir con tristeza y mira con amargura los regalos que el hijo le ha dejado. ¿De qué puede servirle esa vistosa alfombra, si en su casa todos los pisos son de tierra? ¿Qué utilidad puede tener la delicada vajilla si su comida diaria se reduce a un plato de sopa y a una taza de té?
El segundo hijo tiene muy poco que decir. No aprendió nada, no sabe nada de nada, no agregó nada nuevo a lo que ya sabía cuándo salió de su país, y no tiene ahora nada que aportar. Nada le interesó donde estuvo y su maleta, cubierta de etiquetas multicolores, parece saber más que él de sus años de viajes en el exilio.
La madre interroga luego al tercer hijo, y éste le dice que él no trae bienes materiales, pero que se ha enriquecido espiritualmente. Ha aprendido las lenguas y las costumbres de otros pueblos y siente que, habiendo llegado a comprender mejor las cosas del mundo, está más preparado para entender a su propio país. Afuera, agrega, conocí y amé a seres diferentes, y supe así conocer y amar a mis iguales. Es lo que puedo ofrecerte, dice.
Le toca el turno, finalmente, al cuarto hijo, el mayor de todos. Yo solo pude aprender la mitad de lo que hubiera querido, dice; no solo porque estoy ya un poco viejo, sino porque me vi obligado a trabajar muy duramente para dar de comer a mis hijos y para educarlos. Pero creo haber cumplido honestamente con mi deber. Si yo no fui capaz de hacerlo, conseguí en cambio que ellos aprendieran otras lenguas, supieran de otras culturas, y se hicieran así más inteligentes y más comprensivos. También aprendieron su lengua natal los más pequeños, o la conservaron y mejoraron los mayores. Todos ellos leyeron en el exilio los libros que les hablaban de las gentes y de las cosas que pertenecen a las naciones lejanas donde les tocó crecer. Además, leyeron libros que cuentan la historia y la geografía, que hablan de los seres, de las plantas y de los pájaros. Como yo mismo, como todos los otros, ellos también sufrieron. Pero aunque son muy jóvenes, vuelven más maduros, más sensibles y más sabios.
La mujer se dijo, entonces, que si al menos la mitad de los suyos había logrado salvarse del desarraigo, de la soberbia y de la ignorancia; podía considerarse una madre afortunada.
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