Diciembre 22, 2024 -H-

Érase una vez América (III)

Hubo un tiempo en que Tiwanaku fue uno de los imperios más grandes del mundo, y aunque en ruinas, es capaz de provocar a la mente y llamar a la reflexión cuando uno camina por el complejo y se detiene frente a sus monolitos, templos y pirámides.


Jueves 29 de Julio de 2021, 10:15pm






-

Esta serie iniciada en julio, que alterna con otros asuntos, carece de rigor académico para reproducir la historia americana, y eso, porque nuestra intención es comentar brevemente las idas y venidas del hombre americano, nuestra relación con el pasado, el presente y la manera en la que nos proyectamos hacia el futuro. El amable lector sabrá comprender las limitaciones y la intención de este espacio, que no pretende situarse por encima de otro, mucho menos reemplazar el aporte científico e histórico, sino despertar, en algo, la reflexión sobre nuestro continente, su trayecto y su realidad.

En la anterior entrega, habíamos hablado un poco de Tiwanaku, pues bien, en estas anotaciones, intentaremos transitar por la evolución del imperio y el legado que luego sería tomado como piedra fundamental para la formación del imperio Inca.

En el afán de desentrañar los misterios de las culturas precolombinas, cada país, ha destinado, en mayor o menor medida, los recursos humanos y económicos para la recuperación y valorización de los grandes centros ceremoniales. Allá por 1989, con recursos prácticamente inexistentes, un grupo de investigadores dirigidos por el Profesor Carlos Urquizo Sosa inició su búsqueda en las ruinas de Pumapunku, y aunque hubo buena voluntad, el descubrimiento de una parte de las antiguas edificaciones no tuvo el mantenimiento adecuado, ni la atención de las autoridades, habiéndose deteriorado hasta la pérdida de una parte de ese patrimonio.

Se dice que el centro ceremonial de Pumapunku supera en mucho a cualquier otro del complejo tiwanakota, nadie sabe cuánta riqueza aguarda bajo aquel manto de tierra y olvido, porque está claro que, de este lado de la cordillera, la recuperación y valorización de nuestros centros ceremoniales no supera el discurso político, alargando hasta la incertidumbre, lo que podría ser uno de los descubrimientos más importantes para la historia de América.

Por otro lado, aún permanece fresco en la memoria, el recuerdo de uno de los eventos más fatuos para el que se utilizó al Templo de Kalasasaya, cuando fue escenario de una insólita coronación en pleno siglo XXI, pues aquellos que se autoproclaman como únicos y exclusivos herederos de los reinos perdidos, quieren, hasta hoy, emular en algo los rituales de que aún existen en Europa, intentando ponerse a un nivel que no les corresponde, desvirtuando nuestro origen, los múltiples sentidos místicos y religiosos de la cultura ancestral, demostrando, más que cualquier cosa, la estupidez y la contaminación política disfrazada de falsa descolonización.

Pero hubo un tiempo en que Tiwanaku fue uno de los imperios más grandes del mundo, y aunque en ruinas, es capaz de provocar a la mente y llamar a la reflexión cuando uno camina por el complejo y se detiene frente a sus monolitos, templos y pirámides.

Dos orejas blancas en perfecta simetría, los ojos saltones, las pupilas negras, los gruesos parpados superiores, los delgados inferiores, el hocico ancho y las fauces a modo de sonrisa adornada por tres colmillos, y, a modo de antifaz, delicadas figuras geométricas en blanco rojo y negro que se extienden desde los ojos hasta lo que sería el pescuezo del milenario puma representado en una vasija ceremonial, pieza que se impone en belleza y detalle a otras provenientes de culturas contemporáneas como la egipcia.

Tiaguanaco, Tiwanaku, herederos de las culturas Wankarani y Chiripa, hombres de culto religioso con grandes conocimientos de astronomía, agricultura, ingeniería y arquitectura. Ellos fueron quienes, a partir del 400 a.C., habitaron las orillas del Titikaka, primero, formando una pequeña aldea, que hacia el 100 d.C, ya era un señorío que había absorbido a sus abuelos Wankaranis y Chiripas, y que luego experimentaría una expansión de más de mil años, hasta convertirse en un majestuoso imperio que abarcó los territorios de Bolivia, Perú, el norte de Chile y el norte de Argentina.

Los grandes centros ceremoniales de Tiwanaku dan cuenta de una arquitectura suntuosa, de una ingeniería compleja, que alcanzó los más altos niveles de perfección en el manejo del agua, mediante canales que transportaban el líquido vital a través de las terrazas de sus pirámides. Estos canales, todavía visibles, de cortes perfectos en piedra laja, traen a la mente la imagen del agua diáfana y constante que alimentó la tierra, en la que un sistema agrícola de sukakollos creaba un micro clima que permitía la producción de alimentos hasta en las condiciones más adversas. En enormes parcelas, se construyeron plataformas entre canales, con una base de piedra, seguida de arcilla impermeable, piedra menuda, grava fina, coronada, en lo más alto, por la tierra fértil; fue un sistema único en el mundo, pues reducía la velocidad del viento protegiendo los cultivos de las inundaciones, vestigios de aquel sistema todavía pueden verse en la agricultura tradicional de la zona.

Pero, ¿qué sucedió durante el auge del imperio y su posterior caída?

En siguientes entregas comentaremos otros aspectos importantes de la vida tiwanakota y reflexionaremos en las posibles causas de la caída, atribuida a una gran sequía, aunque otras voces hablan de un fenómeno migratorio que silenciosamente terminó con Tiwanaku hacia el 1.100 d. C.  

(Continuará)

///

 

.