El summum del paroxismo político boliviano llegará cuando el miedo se convierta definitivamente en el arma más poderosa que van a empuñar los candidatos dentro de un ámbito dominado por el nerviosismo y la incertidumbre. La campaña electoral se parecerá a una “battle royale” de Fortnite, con adultos (y algunos jóvenes) entrampados en el antiguo vicio de las guerritas, donde el objetivo será, básicamente, como en aquel juego, la supervivencia a costa del exterminio de los demás competidores. Esto se pondrá denso, pero divertido.
En principio es necesario saber que, en escenarios virtuales de ordinarias batallas reales, no hay espacio para los escrúpulos; tampoco para melindrosos, asustadizos ni moderados. Sí para sañudos y belicosos. Es al todo o nada, claro, si en la política se juegan hasta la vida. Así se desarrollan las campañas donde se pierde el norte de lo que verdaderamente significa la política para una sociedad en democracia.
Si bien la degradación moral del candidato —que se ve venir espoleado por hordas de guerreros digitales y otras faunas, sostenido por un triunfalismo inmarcesible y a la vez perecedero como castillo de naipes y, finalmente, hundido en el fango de sus propias bajezas— llegará cuando ya habremos estado curados del susto, nunca es suficiente. En el tiempo de la posverdad y del lanzamiento de noticias falsas como bombas de racimo con el propósito de una campaña de desorientación, procurarán manipularnos, que nos preocupemos tanto que lo que nos mueva a votar no sea nada positivo sino exactamente lo contrario: todo negativo. Provocarán, en suma, que lo que nos haga decidir sea el miedo.
La estrategia del miedo ha sido históricamente un arma de la política para reducir al candidato rival y, de paso, anular el raciocinio del sufragante. Como Bolivia no es la excepción, hoy, ese estado de pavor electoral conviene tanto a oficialistas como a opositores bajo el mismo supuesto fundado en un principio general del egocentrismo: “yo o el caos”.
La vedette de la campaña será otra vez el ataque y el arma, el miedo. Por eso, rumbo a octubre, no debe sorprender que exista mayor interés en construir al enemigo o en demostrar quién tiene más destreza para destruir al contrario que en conquistar al electorado con procedimientos extraños a la archiconocida “guerra sucia”. No hay que olvidarse de que asistimos a un episodio casero de Fortnite. Y que en los videojuegos del “sálvese quien pueda”, como en la política, no hay lugar para remilgos morales.
En vistas de la inminente gestión de las emociones del electorado potencialmente manipulable, de una campaña hecha a base de un discurso de odio, muchos caerán en la trampa de la supuesta inseguridad por lo que viene y emitirán un voto no informado, ni fruto de la comparación de ideas o programas, sino atemorizado. Esta maniobra suele ser efectiva por la sencilla razón de que el instinto de supervivencia empuja al ser humano a eludir el miedo. Sí, como prueba de nuestra debilidad, no somos conscientes de todas las decisiones que tomamos; no quisiera asustar a nadie, pero deberíamos temer de (algunas de) nuestras propias determinaciones. Es parte de la naturaleza, de las insuficiencias del hombre para controlar su comportamiento. En fin, que el miedo paraliza, anula, y una buena manera de que uno se vea reducido a su mínima expresión es, por ejemplo, prefiriendo el mal menor.
Más allá de mi repentina afición a los deportes electrónicos o de toda chanza vinculada probablemente al refugio amnésico en la ludopatía (enfermedad aun peor que la política mal hecha), la trivialización de la impudicia en la campaña electoral no es más que sinónimo de falta de educación democrática. Ojalá las nuevas generaciones sepan cambiar esta historia que comienza con la mala intención y que termina, entre otras, con la estrategia política del miedo.
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