Diciembre 22, 2024 -H-

Justicia inhumana

Con o sin culpa, una sentencia condenatoria destruye la vida de una persona porque la aleja de la vida normal para recluirla en ambientes donde manda la ignominia. Y una vida destruida es como un cristal roto: se puede encontrar y unir todos los pedazos pero nunca volverá a ser el mismo.


Viernes 7 de Julio de 2017, 12:00pm






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El de Reynaldo Ramírez no es el único caso en el que un inocente es condenado por un crimen que no cometió. No es el primero ni tampoco será el último.

La falibilidad humana ha determinado que, a lo largo de la historia, millones de inocentes hayan sido sentenciados, e incluso ejecutados, injustamente. Entre los casos globales más conocidos están los de la Inquisición y, si se trata de individualizar algunos, ahí están los tristemente célebres juicios de Salem que enviaron a la hoguera a decenas de mujeres acusadas de brujería, muchas de ellas involucradas en procesos solo por rencillas personales.

A Ramírez se lo condenó por su parecido con Moisés Bascopé, el verdadero autor del feminicidio de Verónica Menacho. Por ello, su caso es similar al de Carlos DeLuna, un texano de 27 años que fue ejecutado tras hallársele culpable del asesinato de Wanda López, una joven empleada de una gasolinera en la ciudad de Corpus Christi. DeLuna fue condenado por parecerse a Carlos Hernández, el verdadero asesino, quien incluso confesó su crimen a sus compañeros de prisión antes de morir de cirrosis.

Si Ramírez hubiera sido condenado en Texas, quizás habría sido ejecutado y hoy no se hablaría de reparar el daño ocasionado. La falibilidad humana, que trae consigo la posibilidad de equivocarse, es el principal argumento para rechazar la pena de muerte. Son demasiados los casos en los que el verdadero culpable de un crimen apareció luego de que se ejecutó a un acusado que, al final, resultó inocente. Muerto el acusado, ya no se puede arreglar nada.

Sin embargo, el hecho que Reynaldo siga vivo no significa que no se le haya causado un gran daño. Los juristas saben lo que significa la muerte civil, la privación de todos los derechos civiles y políticos de una persona. La legislación boliviana ya no incluye la muerte civil entre sus penas pero el deficiente sistema penitenciario hace que la reclusión sea efectivamente eso. Es cierto que los reclusos pueden votar pero, más allá de eso, y las ferias que organizan algunos penales, las condiciones de las cárceles hacen que los encierros sean degradantes e inp  humanos.

Reynaldo Ramírez Vale ingresó a Palmasola cuando tenía 25 años. Perdió su trabajo y a su hermano mayor y tuvo que vivir el dolor de saber que su anciana madre se convirtió en vendedora ambulante para sobrevivir. Vivió en condiciones inhumanas porque no tenía dinero para pagar privilegios en una cárcel que le pertenece más a los delincuentes que al Estado.

Él es una muestra, no la primera ni la última, de un sistema judicial y penitenciario que no puede mejorar ni siquiera con leyes de avanzada. Lo juzgaron jueces que no tomaron en cuenta las pruebas que lo exculpaban y se olvidaron que estaban decidiendo la vida de un ser humano, con familia a sus espaldas. Y se equivocaron. Quieren justificar su error culpando a la Fiscalía con el argumento de que esta debe sustentar las acusaciones y llevarlas a buen término pero se olvidan que el aparato judicial es uno solo e incluye al Ministerio Público como magistratura coadyuvante. No importa si se equivocó un juez o dos, no importa si se equivocó un fiscal o dos porque el resultado es el mismo: un inocente es enviado a la cárcel a pagar por un delito que no cometió.

Con o sin culpa, una sentencia condenatoria destruye la vida de una persona porque la aleja de la vida normal para recluirla en ambientes donde manda la ignominia. Y una vida destruida es como un cristal roto: se puede encontrar y unir todos los pedazos pero nunca volverá a ser el mismo.

Una disculpa no sirve porque no repara una vida destruida.

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

 

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