Bolivia es el único país del mundo donde se vota para elegir autoridades judiciales, dice el Gobierno con orgullo. Lo que no dice es que también es el único donde más del 50% de la ciudadanía vota en contra de ese proceso y, sin embargo, su opinión no cuenta para nada. Como “democracia” no es llamar a elecciones y punto sino llamar a elecciones y respetar la decisión del electorado, con dos reveses consecutivos haciéndose el distraído, Evo Morales —lógicamente— atraviesa por su peor crisis de legitimidad en casi 12 años.
Camino a las elecciones generales de 2019, no hay manera de que el 21F y el 3D no incidan en su nuevo derrotero. Este es un gobernante cuyos incuestionables aportes de ayer a la modernización de la democracia boliviana serán aquilatados con la misma vara que mide su empeño de hoy por continuar en el poder a toda costa y todo el tiempo que le dé la gana.
Si votar no fuese obligatorio, ¿cuál sería el porcentaje de participación en comicios judiciales? ¿40, 50 por ciento? La población hace mucho que dejó de creer en las buenas intenciones del político (así, genéricamente) y, aferrándose a un ideal de democracia en la actualidad solo aparente, lo único que espera de él es respeto a su voto. Nada más.
El político incapaz de respetar la decisión de la mayoría tiene que saber que seguirá siendo político, pero ya no en democracia. La democracia no es un nombre, a la democracia la hacen las personas y no existe al margen de los principios democráticos. El irrespeto al veredicto de la gente en elecciones es una actitud contraria a esos principios y un abuso autocrático que ninguna máscara de democracia puede camuflar. El sistemático proceder de Evo Morales y su partido, en ese sentido, modifica sustancialmente la cualidad de la forma de su gobierno.
Ninguna democracia se sostiene por sí sola, todas necesitan que las alimenten con acciones democráticas. Y para esto no sirven las frases hechas, construidas a base de flojera intelectual, como la que alude a una “fiesta democrática”. ¿De qué fiesta democrática estamos hablando cuando no se respeta la decisión de la mayoría? Lo siento por el entusiasmo de las autoridades electorales, pero hace mucho que votar en Bolivia no es ninguna fiesta.
No se confunda: no se trata de personas puntuales, de apoyar o no al político que se cree imprescindible. Se trata de ver lo más objetivamente posible la realidad, y hoy, a una semana de las elecciones, entre los más del 50% de ciudadanos ninguneados tras la contundencia del voto nulo, muy pocos logran disimular la amarga sensación del estafado.
Parece una trampa pero no lo es: desde el principio se sabía que aunque ganasen los nulos y blancos, por mayoría simple los candidatos más votados irían al Órgano Judicial y al Tribunal Constitucional. Aquí la cuestión no es legal sino moral, de honestidad, de justicia, de un gobierno que no tiene el menor reparo en ignorar la realidad y desoír la voz del pueblo al que dice representar. (Paréntesis y “plop” de Condorito para la insólita exégesis matemática del vicepresidente García Linera, quien cree que, en un país de 10 millones de habitantes, la legitimidad se obtiene con más de 157 votos porque este era el número requerido en el pasado para la elección de autoridades judiciales en el Congreso).
¿Qué clase de democracia es la democracia sin honestidad, sin moralidad?
No hace falta explicarles a casi el 70% de los votantes del nulo y el blanco que si quienes los convocaban a legitimar la democracia en elecciones judiciales actuaban con deshonestidad, prefiriendo apartarse de las premisas democráticas elementales, su propuesta difícilmente iba a terminar siendo conveniente para ellos y para los demás.
El dolor por la estafa moral solo se cura aprendiendo. La democracia y sus elecciones —como el fútbol y sus partidos— siempre dan revancha.