Si el periodismo se convierte en una obsesión para un gobierno, porque le incomoda como piedra en el zapato, quiere decir que está obrando correctamente. No debería ser su “enemigo”, como lo considera el presidente Morales, pero si punza, si molesta aunque sea con su trabajo, no tiene por qué caerle simpático. Habrá que preocuparse cuando ese gobierno se sienta cómodo, cuando ese periodismo deje de realizar su labor con profesionalidad y se vuelva una oficina pública de condescendencias.
“Periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa; el resto es propaganda. Su función es poner a la vista lo que está oculto, dar testimonio y, por lo tanto, molestar” (Horacio Verbitsky).
“La materia prima natural, aunque no única, con que trabajan los medios es todo lo que va mal, no la alabanza de aldea” (Miguel Ángel Bastenier). Punto delicado. No debe ser fácil para un gobierno con escasa vocación democrática comprender esa parte amarga del trabajo periodístico que históricamente ha servido para no dejar en la impunidad los delitos que se cometen en la función pública.
Una más de Bastenier: “La información local no puede ser la del festejo ciudadano y celebración de la autoridad, sino de la crítica implacable cuando corresponda”. Así pues, no solo en Bolivia, sino en cualquier parte del mundo, corresponde al periodismo señalar los caprichos antidemocráticos de los gobiernos. Y eso no significa que ese periodismo se convierta en una oposición política.
He ahí la madre del cordero: el gobierno de Evo Morales no admite la posibilidad de un periodismo crítico fuera de la órbita dicotómica oficialismo-oposición.
La pretensión de que en Bolivia no se tiene una prensa independiente, sino una política y opositora, entraña un desconocimiento a la honestidad del servicio que el periodismo serio presta a diario a la sociedad. Así también, la idea de la existencia de un periodismo oficialista y otro opositor tiene que ver con una cuestión ética, no política. En realidad, si hubiera un periodismo oficialista y otro opositor, eso, no sería periodismo sino cualquier otra cosa. El verdadero periodismo no es ni oficialista ni opositor; tampoco debería ser dependiente o independiente sino, simplemente, profesional.
No obstante, cuando el periodismo defiende a capa y espada su independencia en países con democracias rasmilladas, defiende también el derecho de sus públicos a recibir información no contaminada por el poder, sea este gubernamental o de otra índole. Por lo demás, el profesional del periodismo tiene la responsabilidad de ir siempre con la verdad, lo que implica no manipular la información.
Por esto último, un trabajo como el presentado con ribetes cinematográficos bajo el título de “El Cártel de la Mentira” de ninguna manera puede ser considerado periodístico. Esto demuestra que no cualquiera que se diga periodista, hace periodismo.
Ese documental es una prueba escandalosa de la incomodidad del poder con el periodismo. Pero esto tiene su razón de ser. Mientras el periodismo funcione con profesionalidad, sin transigir con gobiernos de turno o con cualquier grupo de poder, ninguna de sus fuentes de información debería dormir tranquila.
Lo que resulta difícil de explicar es que, frente a la manida incomodidad, un gobierno reaccione contratando a alguien para que difame a medios y periodistas en un producto audiovisual pagado por toda la población.
Algo no anda bien en una democracia cuando el gobierno que dice celarla manda a producir un documental, específicamente, para atacar a la prensa que no le soba la espalda mañana, tarde y noche.