Decía Hannah Arendt, una de las filósofas de mayor influencia en el siglo XX, que la fama tiene varios rostros y viene en muchas formas y tamaños. Las hay desde aquellas cuya notoriedad es de un momento, efímera, de coyuntura y su perduración dependerá, exclusivamente, del surgimiento de otra persona instantánea y absurda. Son las famas huecas, que se basan en fruslerías y en conductas empavesadas que relumbran cual luciérnaga que, torpemente, trata de ganarle al brillo de la luna llena.
En estas épocas de Twitter e Instagram, muchas de las figuras sociales y políticas que conocemos y que deambulan en cuantas páginas y programas de noticieros guirigay de nuestro medio, intentando ganar su espacio de fama, cuyo valor sólo se equipara al de una moneda de cuero cuyo peso es levemente superior al de varios rostros televisivos y de redes afamados que circulan por el éter.
Pero también, está la fama que perdura. La fama póstuma. Quizás la más sólida, pero la menos deseada por lo insulsa que es. Se trata de una fama de muerto, inservible para su dueño. Ni se puede comercializar, ni se puede acceder a sus mieles y beneficios. De todas las famas, es la más ingrata. La rechazada por todos.
Son muchos los escritores, poetas, intelectuales, pintores, músicos o inventores que pasaron su vida discretamente o, en el mejor de los casos, con un reconocimiento social menor. La lista es inmensa, pero luego, muy tarde, recién enterrados les cayó encima la fama póstuma. Son los genios inapreciados de nuestra sociedad. Opacados por aquellos afamados de espuma. Por los zotes del momento.
La fama póstuma permanece y se defiende sola, incólume en la retina y memoria de las personas. Alcanzar dicho sitial, requiere de una hercúlea labor de consecuencia, honestidad intelectual y moral intachable. Pocos disfrutan de esta fama inútil que reside en el juicio de los mejores y que, además, nunca es suficiente, porque como muy bien lo dijo Cicerón: Si aquellos que ganaron la victoria en la muerte…ojalá la hubiesen ganado en la vida.
La fama es un fenómeno social. Y lo es porque para alcanzar esa gloria no basta con la opinión de uno mismo, sino que depende del juicio de los demás. Nuestra fama reside en los otros. No nos pertenece. Por eso, cualquier día, se la pierde. Y ahí radica su valor o su codicia por tenerla. Y esto sucede porque ninguna sociedad puede funcionar sin categorías, clasificaciones, valoraciones. Estos conceptos, como muy bien lo define Arendt, son la base de la discriminación social, económica y política. Rechazamos o aprobamos todo el tiempo. Uno más que el otro. Uno por sobre el otro. Valoramos en cada decisión. Subimos a ídolos falsos y luego les prendemos fuego o les tumbamos sus bustos callejeros que en vida fueron erigidos. Terminamos odiando sus fruslerías e imposturas.
Hoy son muchos los que han caído en estropicio. Su fama se ha diluido. Esfumado. Pesa más sobre sus hombros el desaire y el rechazo social. Salvo algunos adláteres, que cual peristas, siguen vendiendo aquellas monedas de cuero con las imágenes de sus ídolos de barro, a la espera de un milagro.
La fama se les diluyó de entre los dedos y ahora son malas famas. Son fantoches que deambulan en calles ajenas, duermen en cuartos prestados, usan mesas alquiladas, caminan con la cabeza gacha, huidos por su conciencia, pero vociferan a través de micrófonos insidiosos. Dan la tabarra como último recurso para que la gente no los eche al olvido. Comen del plato del rencor. Pero no saben que su fama, una vez que la guadaña los abrace, será borrada, como una pesadilla que uno destierra ni bien despierta, después de casi 14 años de infamia, con un sorbo de agua.
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