A veces la naturaleza necesita parir engendros.
Es como si desconfiara de su perfección y necesitara recordarse a sí misma que puede cometer errores.
Pero, a diferencia de lo que ocurre en el reino animal, los fenómenos humanos son difíciles de reconocer debido a que, aunque se crean distintos, generalmente son iguales que el resto de la gente.
Los más peligrosos son aquellos que alcanzan el poder porque, así, son capaces de causar mayor daño. En ese sentido, la historia universal registra nombres como los del emperador romano Nerón o el príncipe Vlad Draculea de Valaquia. El denominador común de ambos es que causaron la muerte de gran número de personas, aquel con el incendio de Roma y este con el empalamiento de miles de sajones de Brasov, Amlas y Fagaras.
Si en algo se parecen los monstruos de la humanidad es en su poco respeto a la humanidad. Por ello, no solo son capaces de ordenar asesinatos masivos sino que recurren a otro tipo de recetas como, por ejemplo, las limpiezas étnicas.
Teóricamente, Iósif Stalin y Adolf Hitler estaban en extremos ideológicos pero muchos de los métodos de dominación que usaron fueron prácticamente los mismos. Así, el dictador soviético ordenó “la gran purga” mientras que el “führer” mandó matar a millones de judíos. Para lograr el objetivo común, que era el exterminio de personas, ambos habilitaron campos de concentración.
Parecía que ese terror ya era parte del pasado cuando imágenes provenientes de la frontera entre Estados Unidos y México nos recordaron que los monstruos todavía existen.
Niños de corta edad, muchos de ellos sin la capacidad de hablar, están encerrados no en celdas sino en jaulas que fueron habilitadas con el propósito de contenerlos tras haberlos separado de sus padres.
Son los hijos de inmigrantes, personas que, huyendo de la pobreza de sus países, intentaron ingresar a los Estados Unidos en busca de un mejor futuro pero fueron detenidos a consecuencia de la política de intolerancia a la migración que desarrolla el presidente Donald Trump.
Al margen de las condiciones de infraestructura de esas instalaciones, o de que se encuentren bien alimentados o no, lo que alarma de este hecho es el daño emocional que se ha causado a esos niños que, en una franca violación a sus derechos humanos, fueron encerrados sin considerar su edad y, para colmo, se los separó de sus padres.
Su encierro es una monstruosidad que solo puede atribuirse a una mente como la de Trump, un racista, xenófobo y misógino que, al igual que Nerón, Draculea, Hitler o Stalin, no tiene ninguna consideración con la humanidad.
Sabíamos cómo pensaba mucho antes de que las minorías blancas de su país lograran elegirlo. Planteó la construcción de un muro a lo largo de la frontera, solo para frenar la inmigración, y, pese al impacto internacional de su detención masiva de niños, ahora está más porfiado en llevar adelante su propósito. Hace menos de un mes lanzó una declaración que, por sí sola, es un síntoma de desequilibrio mental: “Tenemos a gente que llega al país que ustedes no creerían lo malos que son. Estas no son personas, son animales, pero los estamos sacando del país a un ritmo nunca visto”.
Los niños enjaulados constituyen un extremo inaudito que ya debió ameritar una formidable reacción internacional en un planeta que; sin embargo, se ocupa más del mundial de fútbol que de estos temas. Mientras rueda el balón, organismos como la ONU y la OEA guardan un silencio tan estúpido que ya está incubando el hedor de la complicidad más despreciable.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.