Ya lo advirtió la filósofa alemana, Hannah Arendt cuando reflexionó sobre el riesgo que corre un país a causa de la inacción de una sociedad, que impasible o indiferente, deja que el autoritarismo o el totalitarismo o un sistema corrupto se instale en frente de las narices de todos, sin que nadie haga algo al respecto: "Lo que nos presentó un planteo moral no fue la conducta de nuestros políticos (haciendo referencia al nacionalsocialismo hitleriano), sino a la celeridad con que nuestros compatriotas quedaron coordinados en la desidia".
Ya sea la corrupción, los abusos de la policía secreta, la tortura o las detenciones clandestinas o la persecución sistemática de enemigos políticos – como en la actual dictadura madurista en Venezuela -, para la sociedad alemana de aquella época fue una cuestión meramente política y en ningún caso un problema moral. O reñido con la ética. Sino ¿cómo se explica que millones de alemanes hayan levantado la mano frente al paso del mayor asesino en masa?
Cualquiera podría pensar -al igual que Arendt – que frente a la criminalidad instalada en la política, cualquier persona decente con hábitos de conducta honorables lo habría condenado sin repicar. Pero no. El problema de fondo fue que se dio por sentado que una autoridad o un funcionario o un empresario – más aún en la Alemania de fines de los treinta, considerada como una de las sociedades más avanzadas, cultas y progresistas de la Europa de aquella época -, actúe en estricto cumplimiento de las normas y las leyes.
En cualquier país civilizado, donde sus instituciones funcionan bajo el abrigo de la equidad – por lo menos para Arendt -, el ejercicio arbitrario de las funciones públicas rápidamente suscitaría, no sólo la reprobación generalizada, sino la inmediata reacción de la justicia. Pero no fue así. Nunca sintieron la necesidad de cuestionar aquella “supuesta” inmoralidad nazi. Y no lo hicieron porque consideron que el actuar decente y honroso era el contexto de convenciones y convicciones básicas, compartidas e indiscutidas por todo el pueblo alemán.
Se suscitó una “conducta moral” que sustentada en la obviedad, fue complaciente e irreflexiva entre todos los sectores respetables de la sociedad germana y terminaron “aceptando y adaptando” una mala praxis de un estado que terminaría siendo el más criminal de toda la historia humana, casi a la misma altura del stalinismo ruso.
Quedaron todos “coordinados en la desidia” y en la banalización del mal.
¿Acaso estamos como bolivianos en esta molicie colectiva? Es claro que llevamos más de 17 años de un masismo cuya cultura política, desde sus tuétanos, es discrecional, abusiva, corrupta, ineficiente, inmoral y, profundamente, racista y lo hemos frivolizado. Hemos llegado a aceptar como “normal” e incluso como una práctica “inteligente” que un funcionario de base, le saque, aunque sea, un “miserable araño” a las arcas públicas, frente a los grandes ladronzuelos de turno.
Es lo mismo que pasó en sus respectivas sociedades con el chavismo – ahora madurismo -, con el castrismo, con el correísmo, con el kirchnerismo y el orteguismo; sin mencionar a los mafiosos de talla mundial como Putin, Erdogan y Trump, donde la viveza es de inteligentes y el rebuzne de personas éticas.
Así hemos llegado a este socialismo de amiguetes y compadres, que forma parte de la herencia menos honorable de nuestra vida política y es, sin duda, la más proclive a personalismos que a instituciones sólidas e independientes. La propia fiscalía pública está conmocionada de que cada día haya una o más denuncias por corrupción o la ejecución de órdenes de detención en contra de funcionarios públicos de toda jerarquía. La miseria está enquistada, generalizada y es escandalosa.
La normalización de la ilegalidad o, si se quiere, la rutinización de la corrupción es la elevación a principios públicos y honorables, prácticas repudiables y obscenas de mala praxis política, incluso hasta impunemente publicitadas. Y nadie dice nada. Y nadie reclama. O, peor aún, todos lo dan por válido.
La alerta debe ser que no hay nada políticamente más ruinoso para una sociedad que la espantosa complacencia de creer que las cosas mejorarán sin nuestra intervención, que estamos condenados a asumir una actitud conformista y aceptar que estamos destinados a la mediocridad colectiva.
El sistema donde el éxito de un negocio depende de la amistad con el funcionario público es el que finalmente mata los sueños y la innovación e impide el progreso de todos o por lo menos de quienes a diario se rompen el lomo trabajando de manera honesta.
El socialismo de amiguetes es una forma de vida insignificante, enana. Es saber que hagas lo que hagas, si no perteneces al “círculo rojo”, nunca vas a llegar ni siquiera a triunfar, sino a creer que no vale la pena esforzarse.
¿Acaso debemos regirnos y resignarnos a la premisa de que es mejor quedarse en un puestito? ¿Arañar lo que se pueda? ¿Agarrar aunque sea las migajas de la verdadera fiesta y vivir en nimiedad? ¿Por qué ser un disconforme? ¿Por qué se debe asumir que es correcto y hasta una viveza sostener que los de abajo también tienen derecho a la juerga en lugar de denunciar y plantarle cara al manilargo? Mientras no lo hagamos, así es como una sociedad que ingresa en una desidia coordinada, vive en un mismo merengue, revolcada en el mismo lodo. Así es cómo un país se jode.
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