Es algo casi mágico. Llega diciembre y, a medida que se acerca la Navidad, nos ponemos más nostálgicos. Nuestros sentimientos de fe, esperanza y caridad parecen colocarse, como una brillante pantalla, justo encima del corazón, haciéndonos actuar como Santa Claus, Papá Noel u otros nombres, según las distintas regiones. Estas diversas versiones, ancestrales y modernas, generan una cacofonía de personajes, pero con la misma intención: repartir amor a través de la caridad, especialmente hacia los niños, lo que también nos alcanza a los adultos.
Este acontecimiento se celebra en todo el planeta (con algunas excepciones); sin embargo, según la cultura, los modos de vivir y las creencias, se festeja de maneras diferentes. No podría ser de otra manera, pues lo que nos une es la celebración del nacimiento de Jesús, el enviado de Dios, el ser de luz y amor.
Recuerdo con nostalgia mis Navidades en mi pueblo natal, en plena Amazonía sudamericana. Tenía 10 años y, la noche del 24 de diciembre, a las 20 horas, me encontraba parado frente a una vitrina en el corredor que daba a la avenida principal de La "Kantuta". Detrás del cristal estaba un arreglo navideño: todo en color blanco, con árboles de pino cubiertos de nieve y figuras blancas con corbatines rojos. Muchos años después supe que eso representaba la nieve. Aquello transmitía una paz que, combinada con alegría y fragancia de amor, me cautivó tanto que me transporté a ese lugar que nunca olvidaré.
A través de los años, he visto pasar y vivido este ciclo que considero uno de los milagros más grandes del amor que el ser humano puede profesar a sus semejantes. En nuestra niñez, Papá Noel se convertía en el héroe que nos hacía creer que premiaría nuestro comportamiento; a él, le podíamos pedir nuestros deseos.
Sin querer, con el paso del tiempo, aquellos que nos hicieron creer en nuestro héroe, Papá Noel, se convierten en el Grinch, con su vocecita chillona y desagradable, despojándonos del encanto mágico que crearon cuando éramos niños. "¡No existe Papá Noel!" es el grito que resuena, dejándonos en la nada, donde los regalos no tienen el mismo valor, ni la misma esperanza y aprecio que antes. Caído el telón, nada más queda porque, al hombre, se le salió el orgullo y el ego. Es él quien hace el regalo, y no Papá Noel; vaya pedantería.
En otro escenario glorioso para el ser humano, en reuniones de corazones, decidimos difundir el amor, hacer brillar la esperanza y practicar la caridad. En una conmovedora comisión, cruzamos el círculo polar antártico hacia Rovaniemi, en la región de Laponia, Finlandia, donde nos reunimos con Papá Noel y llegamos al siguiente acuerdo: respetar la gran labor de Papá Noel y afirmar que su existencia seguirá viva en los corazones de los seres humanos. Tendrá toda la libertad para llegar todos los años en diciembre como el héroe de los niños y adultos, repartiendo amor, alegría y muchos regalos por toda la Tierra.
Por su parte, Papá Noel otorga a todas las naciones del mundo la franquicia de código abierto, liberando la magia para que se pueda vivir la navidad, todos los días del año esparciendo por toda la tierra, el encanto y la alegría de dar y recibir amor en cada uno de nuestros actos recibiendo la gracia, para que habite el niño Jesús en nuestros corazones. Otorgándole al hombre, si cumple los requisitos, el título para que pueda gritar a los cuatro vientos, durante 11 meses al año: ¡el héroe soy yo!
Pero bueno chicos, eso será a partir del primero de enero del próximo año. En tanto y por cuanto a esperar a Papa Noel para abrir sus regalos. ¡Feliz navidad! Jojojojojo.
Wilfredo Añez Saavedra
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