Divagando en mis pensamientos, pensando qué escribir en esta columna de opinión semanal sobre fútbol y sus actores mediáticos, llegué a la conclusión que me encuentro “bloqueado en mis ideas”, no tengo la inspiración y la creatividad, nada despierta mi criterio periodístico como para desarrollar un texto acorde con el momento de nuestro deporte y algún club que pueda generar noticia, que llame al morbo de la opinión pública.
Entonces decido emplear la imaginación inventiva de mi trabajo, para narrar un cuento de ficción. Cómo quisiera tener la habilidad de un experto en este estilo de escritura como: Kipling, Cortázar, Dickens o Borges, solo por mencionar a algunos. Pero hago el esfuerzo para tener coherencia en mis ideas y el cuento sea de su agrado.
Que quede claro y como en todo cuento ficticio, cualquier similitud a alguna realidad institucional en el país, será absolutamente resultado de la coincidencia.
Un Reino en Jaque
Érase una vez, en lo alto de una montaña indomable, un reino legendario que se jactaba de su gloria pasada. Sus habitantes, fervientes y apasionados, se reunían día tras día para celebrar las gestas de sus héroes, mientras en los pasillos del castillo ocurría una batalla mucho más intensa que cualquier torneo en el campo.
El trono del reino llevaba tiempo siendo disputado por distintos aspirantes, cada uno más decidido que el anterior a demostrar que era el elegido. Pero en un giro inesperado, dos monarcas simultáneos, incapaces de compartir ni la sombra de una bandera, se enzarzaron en una disputa tan feroz que el Consejo Supremo del Territorio tuvo que intervenir. “Ninguno reinará”, dijeron con solemnidad, destituyéndolos con gran escándalo.
Así, el reino quedó a la deriva. En su desesperación, los señores de la gran orden decidieron nombrar un emisario para restaurar el equilibrio. Sin embargo, el emisario, más entusiasta que poderoso, creyó que su misión incluía nombrar a un nuevo caballero para dirigir las tropas. Desplegó documentos, firmó pergaminos y proclamó el ascenso de un estratega sin darse cuenta de que… no tenía derecho a hacerlo. “Una pequeña formalidad”, pensó, mientras los sabios del reino se llevaban las manos a la cabeza.
Mientras tanto, los habitantes del reino, expectantes ante la inminente elección de un nuevo gobernante, se encontraron con un espectáculo digno de un teatro de marionetas. Algunos aspirantes, aunque polémicos, lograron inscribir sus nombres en la contienda, mientras otros fueron sorpresivamente inhabilitados. Nadie entendía bien bajo qué criterio, pero la función debía continuar.
La incertidumbre crecía, los bardos componían coplas sobre los enredos políticos y los comerciantes vendían pañuelos para que los seguidores pudieran secar sus lágrimas de desesperación. Y en medio de la conmoción, el reino celebró otro año de existencia, con discursos llenos de nostalgia y promesas que, como el viento en la montaña, se desvanecían en el aire.
Pero así era el reino: indomable, apasionado y envuelto en sus propios enredos. Porque si algo era seguro, era que, más allá del caos, su pueblo jamás dejaría de luchar por la grandeza que algún día volvería a brillar.
Desde su fortaleza, lejos de los tumultos, el Gran Titiritero movía los hilos con maestría. No necesitaba imponer órdenes directas; bastaba con un susurro, un gesto, una mirada en la penumbra para que los acontecimientos se desarrollaran según sus designios. Si un candidato debía desaparecer, simplemente desaparecía. Si otro debía surgir de la nada, lo hacía envuelto en una capa de legitimidad fabricada a medida.
Las elecciones, antaño un evento de gran expectativa, se habían convertido en un espectáculo donde la ilusión de competencia era solo eso: ilusión. Los habitantes del reino, atrapados entre la pasión y la resignación, seguían celebrando sus festividades, llorando sus derrotas y brindando por sus victorias, aunque en lo más profundo sabían que nada sucedía sin la aprobación de aquella figura oscura que acechaba tras el telón.
Y así el reino continuaba, indomable en su espíritu, pero prisionero de su propia sombra. La grandeza seguía siendo una promesa escrita en el viento, mientras las marionetas danzaban en el escenario, creyendo por un instante que realmente eran libres.
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