Si se le diera su verdadero valor, un voto podría cambiar el destino de una nación.
Cuando los resultados se deciden por la simple mayoría, un voto puede representar el triunfo para un candidato o una opción. Si la norma establece porcentajes, la suma de votos orientados hacia cierta tendencia es la que determina los resultados.
Si un voto es la expresión de la voluntad de un ciudadano, la suma de todos los votos representa la o las decisiones de toda una sociedad.
Pero todo lo apuntado líneas arriba es válido para las sociedades ideales, aquellas utopías que, por ser tales, no existen.
Los seres humanos se agruparon con la ilusión de vivir en un mundo mejor. Solos, o apenas con su familia, y así sea resguardados en cuevas o en viviendas construidas en las ramas de los árboles, no podían defenderse de las fieras y enemigos comunes, menos aún de las invasiones. Por eso se juntaron y formaron tribus, clanes… pueblos. Cuando vieron que eran muchos, convinieron en que unos pocos tomarían decisiones a nombre de los demás. Ese es el origen del mandato, el que se confiere temporalmente a algunos miembros de la sociedad para que gobiernen por el resto. Los teóricos llaman a eso “pacto social” y todo tiene que ver con la búsqueda de una sociedad ideal, un mundo mejor, aquel que Tomás Moro bautizó como “Utopía”, un lugar que no es tal porque su significado es “no lugar”; es decir, se trata de una sociedad perfecta, idílica e ideal pero inexistente. Está en las ilusiones y sueños colectivos pero no existe en la vida real.
La realidad, incluso en los países que se precian de tener mayor desarrollo, es que los políticos juegan con el voto del ciudadano, con los votos de toda una sociedad, y los reducen al juego numérico que, finalmente, decanta en el interés partidario. Estados Unidos es el mayor ejemplo de ello. En esa nación, cuyo funcionamiento se basa en el modelo federal, los números no siempre expresan la voluntad popular. Por ello, las últimas elecciones fueron ganadas por Hillary Clinton pero la aplicación de la norma, a través de un sistema de proporcionalidad y voto delegado, le dio la presidencia a los millones de una bestia como pocas existen en el mundo.
En el resto del planeta, el primero en desconocer el valor del voto es el ciudadano. Él sabe de la convocatoria a elecciones pero, generalmente, decide cómo votar a último momento.
En una sociedad ideal, una utopía, el ciudadano debería ponerse a pensar en su voto ni bien sale la convocatoria a elecciones. Tendría que conocer las opciones básicas (llámese propuestas), decidir y mantener esa decisión hasta el final, hasta el momento en que deposita su voto.
Pero como la realidad es muy distinta, los políticos empiezan a bombardearle con sus propuestas (léase propaganda) que son intensificadas en los días previos a las elecciones. Por ello, la mayoría de las normas electorales de los últimos tiempos determinan un silencio electoral previo a los comicios, para permitir que el ciudadano reflexione sin interferencias sobre su voto. Claro… como no decidió antes, tendrá que hacerlo en los últimos días… el voto ya perdió parte de su poder.
Pero escribir sobre el valor de decidir anticipadamente el voto justo en la última semana previa a las elecciones significa no solo faltar el respeto a la voluntad del ciudadano, a la expresión de toda una sociedad, sino, también, una muestra de que las malas costumbres se extienden y pueden arrasarlo todo.
Será mejor ir a votar y, para compensar nuestro descuido, hacerlo conscientemente.