Michael Ignatieff, filósofo y periodista, ha visto a lo largo de su investigación académica cómo los seres humanos se hacen cosas horribles unos a otros. Rector de la Universidad Central Europea de Budapest, emprendió un viaje, auspiciado por la Fundación Carnegie, con el expreso fin de entablar diálogos con brasileños de las favelas cuyas vidas penden de un hilo cada día, con africanos que subsisten en chozas bajo circunstancias infrahumanas, con granjeros japoneses cuyas tasas de suicidio o soledad son abrumadoras o incluso con pandilleros de Los Ángeles. Todo con el objetivo de verificar si esta fracturada la sociedad que conocemos por una marcada descomposición institucional, política y económica producto de la mentada globalización.
Frente al descalabro de la vida y la moral en nuestra sociedad moderna, Ignatieff nos empuja a preguntarnos si cuando se deteriora la virtud pública y económica, cuando los políticos mienten y los empresarios roban, ¿acaso se deterioran también las virtudes de la sociedad? ¿Acaso podremos encontrar orden y estabilidad, en medio de una crisis moral como sociedad?
El primer desafío que nos encara el académico es que la globalización nos ha conducido a un rescate urgente de nuestra cotidianeidad, de nuestro mundo más pequeño y más íntimo como la familia, el barrio y hasta nuestra propia esquina de casa.
Nos invita a abandonar el amplio mundo y fijarnos en los pequeños detalles para abrazar las virtudes cotidianas: la tolerancia, la resiliencia, la confianza y, claro, el perdón.
Ignatieff nos empuja a sumergirnos en un mundo de pequeña escala de interacciones diarias, del cara a cara, donde los desconocidos comienzan a confiar unos con otros, donde nos hacemos favores pequeños, donde aprendemos a aceptar nuestras pequeñas diferencias y cuando nos cae la desgracia, brindamos apoyo y unión mediante un abrazo.
La gran paradoja es que mientras más nos globalizamos, cuanto más insistimos en compartir nuestra vida en las redes sociales o globales, a la postre, tendemos a compartir menos, tendemos a ser mas intolerantes y a rechazar valores y costumbres. Somos globalmente intolerantes.
Es por ello que Ignatieff, nos provoca al sostener que las virtudes cotidianas son las únicas que nos ofrecen una especie de asidero moral, al que debemos aferrarnos ya que de ese pequeño mundo virtuoso depende el actual orden social.
La sentencia dura del académico es un golpe a nuestra lógica: la globalización unifica el mundo, pero destruye lo local lo tradicional en favor de una modernidad alienante, pero también deja en claro que ya no existe el neoimperialismo y el neocolonialismo, porque no existe en este momento, ninguna potencia imperial que domine la economía global.
Las distancias entre gobernados y gobernantes ha desaparecido, pero al mismo tiempo como sociedad hemos perdido el valor de convivir, de compartir, de construir una vida inclusiva. En consecuencia, tenemos una realidad donde vivimos separados.
Pero, así como las virtudes, los vicios cotidianos también son connaturales al ser humano, al igual que el mundo interior de la intuición moral. El resentimiento, la mezquindad, el egoísmo forman parte también de ese micro mundo. Pero el hallazgo del filósofo sostiene que el lenguaje moral con el que se identifica la mayoría de las personas, ya sea en circunstancias paupérrimas como bajo las mejores condiciones de vida, es que las virtudes cotidianas, aquellas que son, al parecer, simples y hasta mundanas, son las que, quizás no nos acerquen al cielo, pero sin duda, nos alejarán del infierno. Así que amable lector, comencemos por nuestro hogar y aprendamos que nuestras pequeñas acciones, al final del día, podrían llegar a generar cambios sorprendentes en nuestra cotidianeidad como seres humanos.
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