Estamos a pocos meses de celebrar los 200 años de existencia de Bolivia como país libre e independiente, y a pesar de su significación histórica, la conmemoración no parece hasta ahora conmover el ánimo festivo de los ciudadanos. La apatía general y el poco interés del gobierno por promocionar este singular acontecimiento, muestra claramente que llegamos al año del bicentenario con pocos motivos para celebrar.
Todo parece indicar que el 2025 nos encontrará en la más grave crisis económica de las últimas cuatro décadas, producto del agotamiento del modelo de desarrollo estatista – extractivista y la ausencia de una alternativa o cuando menos una propuesta de transición. La crisis avanzará lenta pero inexorable hacia el aumento de la inflación, el desabastecimiento y la precarización del aparato productivo, lo que incluso podría llevarnos a tener un crecimiento negativo debido a la ya anunciada caída de la producción de granos y de minerales, la pérdida de la superficie boscosa y el brusco descenso de las exportaciones.
El gasto y el déficit fiscal serán insostenibles, y el Estado entrará en una crisis de liquidez debido a que ya no tendrá fuentes estables y seguras de financiamiento por el cierre de las opciones de crédito internacional, la disminución de los ingresos por venta de gas y la sangría de las subvenciones, a lo que se sumará la presión por aumentos salariales y por incremento del presupuesto de los gobiernos subnacionales.
El efecto más grave lo sufriremos en el ámbito energético, donde la insuficiencia de las reservas certificadas de gas ya hizo colapsar el contrato con la Argentina y puede afectar la venta al Brasil. El fracaso de la política energética, que conlleva la debacle del ciclo de los hidrocarburos como sostén de la economía, podría convertirnos en importadores de gas cuando aún estamos lejos de la transición hacia energías renovables y el modelo primario exportador no ofrece una opción de recambio inmediato, ya que Mayaya, Tacobamba, Uyuni y el Mutún siguen siendo proyectos a mediano plazo, y la industrialización con sustitución de importaciones es una propuesta sin sustento y poco realizable.
La situación social también se tensionará en modos alarmantes. Los problemas económicos aumentarán la pobreza, el desempleo y la desocupación, y podrían iniciar un proceso de emigración importante, especialmente desde las zonas afectadas por los desastres climáticos. La conflictividad aumentará aún más, así como la intolerancia, la polarización y la desigualdad.
2025 también será escenario de una crisis del sistema político debido a la implosión del modelo populista hegemónico que arrastrará consigo, tanto al partido de gobierno como a los de la oposición. Las doce organizaciones políticas habilitadas, lidiarán en los comicios presidenciales previsto para el 17 de agosto, y ninguna de ellas habrá avizorado siquiera el rumbo que podría seguir nuestro país en el futuro inmediato. La ausencia de liderazgos nuevos y el evidente vacío ideológico de sus discursos hacen presagiar que el debate electoral se concentrará una vez más en la descalificación del rival, la reposición de programas anacrónicos y las propuestas demagógicas, extremistas o regresivas.
Si logran realizarse las elecciones en diciembre de este año, el 1° de enero tendremos nuevas autoridades del Órgano Judicial, pero el problema de la justicia estará lejos de resolverse. La debacle del sistema de justicia, sumado a la ineficiencia y corrupción en nuestras instituciones garantizan que el Estado de Derecho continuará debilitándose, y que la violación constante a la Constitución, el incumplimiento de las leyes y la innegable anomia estatal viabilizarán el crecimiento de la delincuencia, la inseguridad jurídica y la indefensión ciudadana.
Quizá la coincidencia entre el año del bicentenario y la peor crisis multidimensional de nuestra historia reciente nos abra la oportunidad que necesitamos los bolivianos para enderezar la senda y rebelarnos contra un destino que nos ha esclavizado por 200 años a caudillos, recetas y promesas que siempre resultaron fallidas.
Quizá, enfrentarnos a la paradoja de haber alcanzado dos siglos de independencia sin libertad, de progreso sin desarrollo y de hermandad sin unidad, sea el estímulo que necesitamos para entender la irracionalidad de permanecer en un bucle histórico sin sentido. Quizá el trago amargo de la crisis que soportaremos en soledad, nos conduzca por fin a la certeza de que no podemos seguir entregando el destino de nuestro país a los mesías improvisados, a las doctrinas de manuales o a los discursos trasnochados de quienes critican y proponen desde su lejana comodidad.
Las grandes crisis han generado las grandes oportunidades, pero también han sepultado imperios. De nosotros depende lo que nos pasará en los siguientes 200 años.
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