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La rebelión por la verdad

No necesariamente tienen que ser malas personas o malos políticos los que mienten. Hay buenos que mienten, ¿eso los convierte en malos? ¿O serán malos por el momento de la mentira y después volverán a ser buenos?, ¿el mal nietzscheano, como un aspecto posible del bien? ¡Bah!, “es absurdo dividir a la gente en buena y mala”, dice Oscar Wilde, “la gente es tan solo encantadora o aburrida”. Conviene más recordar que para mentir no hace falta ser político; basta y sobra con ser persona.


Miércoles 1 de Febrero de 2017, 9:45am






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A veces no parece, pero el político es también persona. Y el mejor político, en un mundo ideal, menos embustero que el nuestro, debería ser la mejor persona. Por otra parte, ¿puede alguien vivir con su verdad atravesada como hueso de pollo en la garganta y no sentir angustia por eso, no sentirse un miserable defendiendo algo con lo que está en desacuerdo? De esta manera cierro la serie de pensamientos sobre la mentira y la política.

No necesariamente tienen que ser malas personas o malos políticos los que mienten. Hay buenos que mienten, ¿eso los convierte en malos? ¿O serán malos por el momento de la mentira y después volverán a ser buenos?, ¿el mal nietzscheano, como un aspecto posible del bien? ¡Bah!, “es absurdo dividir a la gente en buena y mala”, dice Oscar Wilde, “la gente es tan solo encantadora o aburrida”. Conviene más recordar que para mentir no hace falta ser político; basta y sobra con ser persona.

Algunos sostienen la mentira (o los procederes non sanctos) con el argumento del “bien mayor” (o el fin justifica los medios). En política, sería la postura del convencido, una versión moderna de Quijote deshonesto. Está también la mentira del que no cree en la línea que baja desde arriba y sin embargo la tiene a la mano porque sabe que solo respetándola (“respetar la mentira”, ¡vaya grosería!) podrá conservar su trabajo. Ir en contra del pensamiento propio es, ya, toda una condición del oficinista público en Bolivia.

Hace poco me reuní con una profesora universitaria argentina y ella compartió conmigo una anécdota que puede ser aplicada a nuestra realidad. En una charla entre colegas, una le preguntó a otra si era “K”, es decir, seguidora de Cristina F. de Kirchner. Más que contestación, recibió un clamor de piedad: “eso, no te lo puedo confesar”. Incómoda pregunta en tiempos de opiniones asordinadas, en los que, dentro de la política y de otros ámbitos —incluso de la academia—, se cree una cosa y, por temor, se hace otra. Llamen a la sociedad protectora de animales porque el bicho raro que no empeña su pensamiento en aras de un supuesto bien (político) mayor está en vías de extinción. ¿De qué sirve pensar, si no se tiene el valor o no existen las condiciones políticas para defender lo que se piensa verdaderamente? ¿Cómo se siente, desde lo gástrico, tragarse sapos mientras se desempeña una función del Estado? ¿Hasta cuándo seguirá este miedo?

La verdadera revolución es la de la rebelión. Y no precisamente política, sino moral. Hoy más que nunca no tiene sentido ningún alzamiento contra ningún gobierno; eso sería darle al político de turno una entidad que no se merece. La única razón por la que vale la pena rebelarse es la defensa de uno mismo, la de la integridad: la batalla por el resarcimiento de la verdad amordazada en la conciencia individual. Así y todo, no menos cierto es que la mentira y su forma encubierta, el ocultamiento de la verdad por temor, forman parte del repertorio metalingüístico de las dictaduras. ¿Se han puesto a pensar en qué grado de libertad tenemos?, ¿en cuál es la calidad de la democracia que rige a nuestras sociedades?

“La rebelión se hace tanto contra la mentira como contra la opresión”, sentencia Camus. Y el rebelado “opone el principio de justicia que hay en él al principio de injusticia que ve practicado en el mundo”. La mentira no es producto de la actualidad sino una condición humana; no quiero hacer apología de ella, pero esto la justifica. La rebelión, para el presente caso, sería sublevarse internamente levantando el estandarte de la verdad, lo cual puede implicar, si fuera necesario, ir en contra del poder que la somete.

No se trata ni de buenos ni de malos, ni del cielo ni del infierno. Se trata de nosotros, como personas. ¿Por qué razón te rebelarías si no es por salvarte a vos mismo? No hay mayor crimen que el de la propia verdad.

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