Hace un par de años, cuando en esta columna nos referíamos al origen potosino de algunas manifestaciones culturales —como el charango, la diablada y la Virgen de Copacabana—, no faltaron quienes criticaron esas afirmaciones calificándolas de “chauvinistas” y algunos llegaron a decir que eran un exceso de regionalismo. “Exageran: ahora resulta que todo es de Potosí”, se quejó un colega del diario Correo del Sur de Sucre, la capital constitucional del país.
Claro que no todo lo boliviano viene de Potosí, ya que eso sí sería una exageración, pero hay que admitir que la importancia que tuvieron sus minas de plata, no solo para América sino para el mundo entero, la convirtieron en el referente histórico inevitable del periodo colonial.
Tan grande fue su fama que el libro más importante del idioma español, Don Quijote de la Mancha, la incluye como el ejemplo de algo de excesivo valor (de ahí viene la frase “¡vale un Potosí!”).
Tanta y tan importante fue su producción de plata que, por lo menos en el siglo XVI, era el equivalente a la Nueva York de nuestra época. No es de extrañar, entonces, que Potosí haya sido la meta de personas de la más diversa condición social. Hasta allí acudían aventureros en busca de plata, religiosos en busca de almas, comerciantes con los más variados productos y artistas en todas las ramas. Francisco Tito Yupanqui, el artífice de la Virgen de Copacabana, vivió en el Potosí colonial y allí esculpió esa imagen.
El intenso trajín de la mítica ciudad está reflejado en la novela “Potosí 1600” del escritor Ramón Rocha Monrroy. Para escribirla, el autor investigó la época y quedó anonadado por todo lo que encontró, tanto que en las fiestas patrias recién pasadas, me dijo que, si se hubiera obrado con justicia histórica, nuestro país no debió llamarse Bolivia sino Potosí, República de Potosí.
Y el justificativo para ello no es precisamente histórico sino económico. Si todavía quedaba alguna duda, la National Geographic reconoció su importancia al publicar que “los precedentes del hallazgo en aquella región de la mina de Potosí, la más importante explotación de plata de todas las épocas, se hallan en tiempos prehispánicos, pero fue en 1545 cuando se descubrió la veta del Cerro Rico, que hizo la fortuna de Potosí. A 4.000 metros de altura y sobre una meseta desolada, desprovista de recursos agrícolas, la Villa Imperial —título con el que fue reconocida— aumentó su población de unos 12.000 habitantes a 160.000 en el año 1610”.
La plata potosina sostuvo a casi todas las monarquías de su época ya que no solo España se beneficiaba de ella. Sin un yacimiento similar al potosino en sus colonias, las coronas de Inglaterra y Holanda contrataron en secreto los servicios que piratas que, escudándose en patentes de corsos, asaltaban los galeones españoles en alta mar y se robaban la plata que compartían con sus contratistas a cambio de impunidad para gozar sus fortunas. Así, el metal que salía del Cerro Rico se expandió por el planeta, incluso a través de las monedas acuñadas en Potosí —precursoras del dólar—, y se convirtió en el motor de arranque para la revolución industrial.
El director de la Casa de Moneda, Vladimir Cruz, dice que, en el caso de Sudamérica, la plata potosina logró cambiar la matriz económica de la agricultura a la producción capitalista.
Incluso Simón Bolívar reconoció la importancia de la ciudad, su nombre y renombre, al rechazar la propuesta de que la Villa Imperial sea rebautizada con su apellido. Finalmente, se lo utilizó para nombrar a la nueva república.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.