Quienes imaginan –y necesitan-, un mundo des/ideologizado, repiten sin pausa que las categorías de izquierda y derecha son cosa del pasado, que intentan expresar una separación que no está dada por los hechos. En definitiva, insisten que son vocablos que no dejan evidencia de las diferencias del pensar y del situar las miradas políticas de la sociedad. Sin embargo las oposiciones entre quien se señala de izquierda o derecha son, por supuesto, evidentes.
La izquierda se piensa, en la terminología que utilizó el sociólogo alemán Ferdinand Tönnies, como una “comunidad”, en cambio, la derecha se imagina más como una “sociedad”. La izquierda ha adquirido en el tiempo un “sentido de pertenencia” que, como escribe Ramón Cotarelo, camina en la cornisa de la “Ley de la Sangre”, esa que en la tragedia de Antígona refiere a la fuerza para enfrentar la ley escrita, personificando la desobediencia civil y la batalla constante y perenne contra la autoridad ciega y el verticalismo injusto. En tanto que la derecha recorre su sino marcado por la conveniencia, el provecho y el interés también. El comunitarismo construye de forma distinta al individualismo que impera en la ciudad. El colectivismo se registra entre quienes viven o aspiran a una igualdad de muchos. La derecha no tiene aquella preocupación del reconocerse, pues se sintetiza en componer y acomodar sus intereses en un espacio donde no reserva resquicio para las “cuestiones de fondo”, por eso ahí siempre tienen lugar los pragmáticos, tecnócratas y oligarcas.
En la derecha la cuestión que los ocupa es hacerse del poder político: ahí las discusiones no son principistas sobre la sociedad y el estado. No se discute si se es genuinamente de derecha, no se oyen controversias sobre el horizonte de la utopía política a construir ni de repensar los paradigmas societales. La síntesis está expresada por tener el poder, ahora y acá.
En la izquierda, en cambio, las disputas ideológicas van hasta lo insondable. Comunistas que le critican su tibieza a los socialdemócratas. Radicales que miran de reojo a los progresistas. Frente a todos ellos los trostkistas. Y tiempo atrás, los unos se proclamaban pro-soviéticos y los otros encontraban la verdad al distinguirse como pro-chinos. El etcétera sería inacabable. Es por esta razón que la unidad y el destino de la izquierda estuvo signado por la confrontación interna y la des/unión.
Hoy la moda política está dada por la palabra unidad. Un término que solo tiene urgencia para la circunstancia electoral, pues en la gélida política nuestra izquierda y derecha ven la unidad como algo problemático, incómodo y hasta innecesario. Los caudillismos en el progresismo y los egos dentro del arco conservador han determinado que esta solo sea una referencia para el ciclo de elecciones.
Hoy tenemos dos procesos de búsqueda de unidad, distintos, disímil, uno sustitutivo del orden social popular y el otro de sobrevivencia urgente. El llamado Bloque de Unidad enfrenta sus demonios históricos, esos que marcan su lógica de acción: los intereses personales que van por delante. No pueden avanzar en miradas de país, ya pasan veinte años de esto. Son sustitutivos del MAS, una circunstancia electoral, no edificaron una corriente política ni un proyecto histórico. No construyeron el Tutismo, el Samuelismo. Mesa fue también un incidente electoral presente en distintos tiempos, no alcanzó el grado de proyecto histórico, ese que aglutina y congrega con pasión y esperanza para preocuparse por las demandas sociales instaladas y acumuladas en largos periodos de angustia.
En la Unidad Sustitutiva, uno habla de “maniobras para excluirlo” y el otro le endosa que “él sí tiene palabra y la cumplirá”. Los entornos, sin mayor novedad discursiva declaman, en su intento de generar censura social o apoyos de sentido común de “daños irreversibles para Quiroga”, este se defiende y justifica diciendo: “Soy víctima de una emboscada política donde van a buscar y tratan una y otra vez de decir, ‘Tuto se aparta de la unidad’ (…) es una artera maniobra política que busca afectarme y dañarme”. El bloque de unidad está desunido, no concilian sus intereses individuales y el país “conservador” deberá esperar en sigilo.
La Unidad de Sobrevivencia también rebulle en su propio viacrucis. Ha desistido de la discusión ideológica, de pensamiento crítico, valores y miradas en perspectiva. No hay horizonte, solo coyuntura y emergencia electoral. No está la mística de antaño y la construcción de paradigmas queda para otro momento. La unidad empezó a quebrarse cuando uno quiso ser eterno y el otro líder. La discordia tornó en bronca, acusaciones sin pausa, odio y finalmente en aversión irreconciliable. El declive gradual de quien imaginó ser el líder sustituto abre un pequeño paso a la unidad de circunstancia pero no de proyecto. La unidad de sobrevivencia queda, entonces, entre el heredero y el eterno, y será posible si el “líder” abandona la intención de ser candidato único pagando cualquier precio y, si el perpetuo entra en razón de su final de tiempo.
El heredero debe comprender que nada llegará como obsequio de buena voluntad.
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