Las elecciones judiciales de octubre de 2011 no fueron distintas a las celebradas este diciembre.
Hace seis años, como ahora, el voto nulo fue mayoritario y, para cada uno de los tribunales, superó el 42 por ciento. Entonces, como ahora, no existió un factor gravitante como aparentemente fue la decisión del Tribunal Constitucional que habilitó al presidente Morales para una nueva reelección.
Y eso se debe a que, con ínfulas democráticas o no, el Judicial es el poder más técnico de todos y, por lo tanto, no puede someterse a una votación popular.
Es técnico porque requiere, ineludiblemente, la exigencia de un título profesional específico, el de abogado. Mientras en los demás poderes podría ser (pero no siempre es) suficiente tener a asesores para entender temas complejos, como muchas veces son los jurídicos, en el Judicial no solo se necesita formación académica sino, fundamentalmente, mucha experiencia en el foro y en la atención de las diferentes causas que se presentan en los tribunales de justicia.
Debido a ello, llegar al Poder Judicial era, en la mayoría de los casos, el corolario de una larga carrera no solo de administrador de justicia (muchos comenzaron como oficiales de diligencias y terminaron siendo magistrados) sino de estudios de posgrado, investigación plasmada en textos y tratados y docencia universitaria. Por eso, los magistrados eran, generalmente, abogados de gran experiencia y avanzada edad.
Por esas y otras razones, todas ellas técnicas, resultaba inviable elegir por voto a las autoridades del Poder Judicial.
Esa fue mi primera reacción cuando supe que la Constitución Política del Estado introdujo la figura del sufragio universal para la elección de las máximas autoridades del Poder Judicial que, al igual que los otros —incluido el Electoral— pasó a llamarse “Órgano” del Estado.
Sin embargo, pesó el argumento democrático. Si un ciudadano que cumple con los requisitos mínimos puede ser elegido presidente del país, ¿por qué no proceder de la misma forma con el Poder Judicial? La respuesta —técnica— es que para ser autoridad de ese poder del Estado es necesario ser abogado y ahí ya se rompe la propuesta democrática. Solo los abogados pueden postularse… no existe la supuesta horizontalidad que caracteriza a los demás poderes.
Pero había que darle una oportunidad a la democracia y así lo hice en 2011. Me informé sobre los candidatos y ahí surgió la primera gran desilusión: la mayoría eran desconocidos con méritos insuficientes como para manejar, a través de sus respectivos tribunales, al muy técnico Órgano Judicial. Aun así, voté y esperé los resultados. El país sabe que fueron desastrosos porque tuvimos el peor Poder Judicial de nuestra historia.
Esos pésimos resultados me convencieron de que el Órgano Judicial no debe someterse a voto salvo para casos que no tienen que ver con nombramientos. En Japón y algunos Estados de Estados Unidos hay plebiscitos para ratificar jueces o removerlos del cargo.
El método anterior, en el que el Congreso elegía a las autoridades del Poder Judicial, no era bueno porque estaba sometida a una evidente partidización pero el actual es peor, como se ha visto sobradamente.
En los 29 años que llevo de periodista me convencí de que las autoridades del Poder Judicial estaban sometidas a la política partidaria pero… ¡por Dios!.. por lo menos existía ciertos elementos de meritocracia, necesaria para un Órgano como el judicial.
Hoy las elecciones judiciales están más partidizadas que nunca y, aunque con título de abogado, cualquiera puede ser magistrado. Y cualquiera es el resultado.
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