Estudié dos años en Chile y conocí a buena parte de su sociedad y su gente, aprendí sobre su política y tuve que escudriñar en búsqueda de su cultura. Entiendo a cabalidad lo que nos diferencia como sociedades y creo saber qué nos motiva en nuestras pocas búsquedas comunes. Tengo hermanos y hermanas sembradas por todo ese país. Sigo de cerca, con esperanza y hasta con algo más de entusiasmo que en mi propio país, la emergencia de una nueva clase política en Chile de la mano de su juventud: creo en Gabriel Boric y en Giorgio Jackson.
No soy chauvinista ni nacionalista, no me rindo ante las banderas y no creo en las fronteras. El Día del Mar no está definitivamente dentro de mis fechas favoritas. Y aunque me lo han machacado discursivamente desde que tengo uso de razón, hacen realmente pocos años que tuve que cuestionarme mi propia posición en torno a nuestra salida al mar.
Soy autocrítica cuando hablo de mi país, sabiendo que hemos tomado la decisión de abrazar un proceso sociopolítico y cultural hace más de 11 años que conlleva logros históricos pero ha empezado a hundirnos lentamente en peligrosas arenas de las que nos costará varios años salir. Sé que no somos el país más indicado para dar lecciones sobre independencia de justicia, contrabando o las libertades de información y comunicación porque cuando de ellas hablamos no tenemos el historial exento de episodios internos, algunos matizables otros definitivamente execrables.
Pero también sé y sabemos que Chile es un país donde prima la razón abusiva, con gobiernos acostumbrados a guiarse por la soberbia ante sus vecinos y su pueblo, con una sociedad que se construye y desenvuelve en una resaca autoritaria que parece no tener fin y que constantemente alimenta esta imagen que le acompaña históricamente en el vecindario en el que le ha tocado vivir.
Estas son algunas de las razones por las que no extrañan las acciones que su gobierno ha tomado estos últimos diez días en contra de mis compatriotas, una autoridad de Estado, dos militares, siete servidores públicos y once periodistas. Léanlo con calma: en las últimas semanas su gobierno ha sospechado y acusado a diez bolivianos dependientes del Estado y a once que trabajan en medios de comunicación de, ya sea, intentar robar en territorio chileno o intentar generar desmanes en su país (en aplicación de una normativa de 1975). A la fecha, nueve de ellos atraviesan un juicio en su territorio, una autoridad no tiene permiso de pisarlo y once trabajadores y trabajadoras de la comunicación ya han retornado a nuestro territorio a denunciar haber sufrido hostigación, malos tratos y firmas de inéditos documentos de “buen comportamiento” en aeropuertos chilenos.
Ante ello es preciso que sepan que, en justicia, no sólo seguiremos aplaudiendo el proceso de tipo jurídico que hemos iniciado en La Haya hace años y que tanta acción a posteriori está generando. Sino que, por este tipo de acciones, acudiremos a toda instancia internacional que sea necesaria para encontrar la justicia actual e histórica que, junto a ustedes, no hemos podido encontrar. Mientras sea por la razón y no por la fuerza, el actual y cualquier siguiente gobierno tendrá un país que lo apoya en ello. Y bolivianos/as que insistiremos en subrayar que un pueblo no es equivalente a un gobierno.