Obama se va. Recuerdo aquella noche en la que juró por primera vez a la presidencia de los Estados Unidos, las lágrimas de Jesse Jackson, de Oprah, el discurso que dio, de su retórica patriotera y, sobre todo, la esperanza que significaba la llegada de un hombre al poder, que tiene como segundo nombre Hussein. Negro y con herencia árabe, toda una revolución simbólica que años después, pareciese que no ha significado nada.
Barack nos dice adiós, dejando tras de sí, una estela de dudas sobre lo que significó su gestión, un premio Nobel de la paz dudoso, un país convulsionado por la violencia y sobre todo una Norteamérica que sigue jugando al ajedrez con los países del mundo, buscando prevalecer su mirada imperial sobre este planeta al que lo entiende como una eterna partida.
Todo confirma que cuando Obama aceptó la Presidencia de los Estados Unidos, estaba muy consciente que a su país le preocupa un pepino estar o no en crisis, ya sea dentro o fuera, porque en el eterno juego de poder, está acostumbrado a perder o ganar batallas, pero no la guerra, ya lo decía Patton, este no es una patria pacifista sino guerrera y desde el principio mismo de sus historias le hizo la guerra a alguien, por tanto qué importa perder o ganar batallas, si lo importante aquí es practicar la guerra, porque es ésta la que le brinda la posibilidad de mantener vigente su hegemonía mundial. Que el mundo se halle en paz, no es negocio para Norteamérica.
Hace poco ese mundo parecía despertar de su letargo cuando se descubría el complot al que habían jugado Aznar con Blair para simular la búsqueda de la paz, cuando en realidad ya habían acordado con Bush la invasión de Irak, cada vez que un líder de estos hable de paz en realidad está hablando de guerra y quizás sea esta la lección más importante que nos deja Barack Obama, la guerra como un instrumento de paz.
Que no todo era color de rosa en los Estados Unidos, lo sabíamos, lo que desconocíamos era lo profundamente mal que estaban dentro, al extremo de considerar a las minorías como basura y a las no tanto, como objetivo. La muerte de personas de color a manos de la policía gringa, no es otra cosa que el principio del fin de una sociedad que teme lo diferente y que en ese contexto, es profundamente racista, tanto que considera la pobreza como delincuencia y la negritud como inferioridad.
El poder no está en lo blanco, sino en el uniforme, en el símbolo de superioridad que representa, no sólo numérica sino armada, las imágenes de las dos negros muertos a tiros por los policías son el patético reflejo de esta mirada decadente de su propia sociedad, aquella que Trump refleja y que cuando calla, aplaude con vehemencia. Que ahora se intente justificar a las protestas contra esta violencia como una muestra de la democracia en la que se vive es una payasada y otra mayor que se busque señalar que el negro que mató a los policías, iba matar sí o sí, porque buscaba la excusa ideal para hacerlo. Lo que sí está claro, es que de tanto declararle la guerra al mundo –con balas o no-, los Estados Unidad se olvidaron de la guerra interna en la que viven desde hace años, una que ahora está tan armada como sus fuerzas represoras y que impacta infundiendo el temor, con el miedo como principal arma.
¿Obama mejoró la vida de los norteamericanos? A lo sumo mantuvo la misma situación. ¿Mejoró la vida del planeta? Al paso que vamos todos vamos coincidiendo que la empeoró. No supo detener el avance del Isis, ni siquiera logró resolver Guantánamo, si bien abrió el diálogo con Cuba, este puede cerrarse en un tris, no deja nada en claro, más que buenas intenciones, fotos de una familia presidencial feliz y mucha más intolerancia en ese mundo que creyó por unos segundos que su color marcaría la diferencia. Estábamos equivocados.