Un día cualquiera compré un libro en la feria anual de Oruro. El libro en cuestión era una edición reimpresa de “La Conquista de América que todavía no fue”, una colección de artículos escritos por Eduardo Galeano y recopilada por un anónimo.
Recopilador anónimo cuya biblioteca debió ser muy roja, de esos que hay muchos por tierras donde aprender a leer ya es un acto subversivo.
El libro, llegado a la casa y depositado en el escritorio, llamó la atención de mi hijo Ernesto, quien al tomarlo entre las manos, y tras estudiarlo por todos los costados y luego de haberlo abierto me dijo, con voz fuerte y seguro de sí mismo: “las palabras tienen su olor”.
Esa frase, dicha por mi niño de cinco años, hasta hoy me hace preguntar cada amanecer…
¿Acaso no es el olor de las palabras lo que a muchos nos llevó a la batalla más importante de nuestras vidas, como es el de cambiar el mundo?
¿Acaso no buscamos -en nuestra desesperación de transformar la realidad- libros para aprender del pasado, con el sueño de que nunca más ocurra lo que ocurrió para desgracia de nuestras tierras?
¿Acaso no fueron las palabras de nuestros mayores las que nos revelaron el pasado para rebelar nuestra memoria insurrecta?
Hoy a casi 20 años de ese episodio agradezco a mi hijo, haberme dado una certeza, las palabras tienen su propio olor, a mí me toco leer aquellas que saben a insurgencia.
Gracias a todos los cómplices, los vivos y los muertos.
Los que se fueron para escribir -en otros lugares- más revoluciones buscando siempre menos dolor humano.
Los que quedan siguen siendo leídos con la ansiedad de siempre, con aquella que solo proviene de la pasión por la vida y la capacidad de darla por los demás…
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