Facebook (y el caso Corimexo es un ejemplo) se ha vuelto un gigantesco muro de propaganda donde pegamos ideas y luego nos sentamos a esperar “likes”, ojalá, cuando no lo hacemos por mero esparcimiento, en la senda de la construcción colectiva del conocimiento y no en la de la búsqueda de autocomplacencia, como parte de un acto público de masturbación mental. Se trata, parece, no tanto de sexo sino de fundamentalismos, de eso que mueve el mundo como nada hoy en día.
A esto voy. Pareciera que, antes de la fantasía nada nueva del publicista de Corimexo, la mujer no había sido nunca un objeto al servicio de la cultura machista y que a nadie, jamás de los jamases, se le había cruzado por la cabeza utilizarla en el rito de la cosificación. O, todo lo contrario, pareciera que la mujer fue siempre una víctima indefensa de este mundo cruel. Entonces, en esa lucha de contrarios, y en tal contexto de natural hipocresía, da la impresión de que el juego consiste en polarizar exagerando: a veces en nombre de la moral social, otras en el de la libertad individual.
Lo más gracioso es que a pesar de que siempre está la opción del equilibrio, de la justa medida, como en Facebook se hacen amistades a raudales pero no somos muy amigos de la razón, por lo general terminamos adscribiéndonos a alguno de los extremos del debate. Y así y ahí —donde con tanto clímax, con tanto “like”, los trapitos sucios se lavan en red— procuramos la síntesis dialéctica de nuestros problemas comunes.
Si en el bando de los machos cabríos hemos podido leer soberanas barbaridades, en el otro subyace una grácil moralidad (doble pero bienintencionada) que comparten —entre otros— feministas recalcitrantes y acendrados intelectuales. Aquellos y estos, todos, 100 por ciento confortables (como el sillón, ¿no es patético?) en su trinchera, salvo las excepciones que en nuestro círculo feisbuquero son conocidas.
El machismo es una realidad y una publicidad como la de Corimexo solo contribuye a alentarlo. Esto, que parece una obviedad, en sociedades cada vez más virtuales que reales no lo es. Por eso, como en la política, como buenos cuerudos que no aprendemos, nos vamos a los extremos para no coincidir (casi) nunca.
Yo soy pesimista. Creo una misión imposible que algunos amigos de las polarizaciones entiendan que la situación de desventaja de la mujer en el establishment machista no es argumento —sino tema— para un abordaje coherente de este asunto. O que convengamos en que atacar al indignante sexismo como si estuviésemos tendidos en un diván de terapia expurgatoria de culpas propias y ajenas (de nuestros padres y abuelos), encima con ideas retrógradas y mentecatas, no es lo más decente.
De pronto, de un día para el otro, a horas de la inauguración del escaparate femenino por excelencia (después de No Mentirás): la Expocruz, nos hemos visto sorprendidos y alborotados por una publicidad en la que una mujer aparece desnuda y en arrumacos con un sillón. No se asuste, usted está leyendo esto en el siglo XXI, no en el XIX.
Por un lado, la relación mujer-sexo-publicidad no es, per sé, deplorable, como se ha querido estandarizar en la opinión pública. La cosificación de la mujer-objeto, sí.
Por el otro, la mayor dificultad a la hora de desenmascarar a un hipócrita es que te enfrentas con alguien políticamente correcto, falto de sinceridad. Muchas veces ungido de educación, de no beligerancia, él morirá en su ley, en el sospechoso comportamiento social de tratar de quedar bien con todo el mundo.
La fallida publicidad de sillones ha servido para desnudar algo más que el cuerpo de una modelo. Y puedo padecer de algún grado de enanismo intelectual, pero, en lo que a mí respecta, no hubiese pensado nunca en sacar esta discusión de corte moral fuera del Facebook, en llevarla por ejemplo a la justicia ordinaria. Yo apuesto por una estrategia menos quisquillosa: la educación en el hogar y en el colegio, además del boicot comercial, dejando la última palabra a la conciencia de cada uno.