Han pasado 199 años desde aquel 6 de agosto de 1825, cuando 7 representantes de la provincia de Charcas, 14 de Potosí, 12 de La Paz, 13 de Cochabamba y dos de Santa Cruz, reunidos en la Asamblea Deliberante de Villa de La Plata (hoy Sucre), suscribieron el Acta de la Independencia, que esencialmente determinaba que “Los departamentos del Alto Perú (…) protestan a la faz de la tierra entera, que su resolución irrevocable es gobernarse por sí mismos y ser regidos por la Constitución, leyes y autoridades que ellos propios se diesen, y creyesen más conducentes a su futura felicidad en clase de nación”.
Esa trascendental decisión marcaba el nacimiento de la República de Bolivia, un nuevo país libre, soberano, independiente y unitario … pero también en ruinas. Quince años de batallas libertarias, la caída extrema de la producción minera de Potosí, los costos de la guerra y el saqueo de los ejércitos auxiliares, sumado a la casi desaparición de los obrajes, el completo caos administrativo, una agricultura de supervivencia, el cierre de haciendas, el aislamiento internacional, las escasas vías de comunicación, el ínfimo comercio y la inexistencia de industrias locales, dejaban una nación devastada, llena de deudas y con pocas opciones de recuperación.
Pese a ese estado de calamidad y a las grandes diferencias entre las regiones firmantes, la naciente República estaba dotada, en sus 2.373.256 km2, de incalculables riquezas que le auguraban un destino promisorio de prosperidad y grandeza. En sus montañas se guardaban los más grandes yacimientos de minerales del continente; sus ubérrimas tierras de los valles y el oriente tenían la capacidad de producir todo tipo de alimentos; sus ríos y lagos podían conectar poblaciones distantes; los bosques proveer de madera y energía casi ilimitada para la época, y sus puertos sobre el Pacífico, ser el centro del comercio internacional. Aunque carecía de industrias y tenía un aparato productivo mínimo, poseía materia prima sobreabundante y estaba dotada de todos los pisos ecológicos del planeta.
Sin embargo, era necesario convertir la riqueza en progreso y el progreso en bienestar, y para ello hacía falta la visión de los líderes, la unidad de los habitantes y la voluntad común de colocar los objetivos de la Patria por encima de los intereses personales y de grupo. Es evidente que estos tres factores no estuvieron presentes en el momento de la creación de la República ni después, y que, a partir de su nacimiento, nuestro país vivió una tumultuosa historia de luchas intestinas, despojos y desaciertos que se repiten hasta nuestros días.
Incluso a 10 años de la independencia, ya habíamos cambiado a siete presidentes y, en casi 200 años, libramos 13 guerras, perdimos el 47% de nuestro territorio, fuimos privados de nuestro acceso al Pacífico y tuvimos 190 levantamientos armados y 37 gobiernos facto.
Hasta hoy no hemos diversificado nuestra economía y seguimos siendo exportadores de materias primas; estamos entre los cinco países con mayor pobreza en Sudamérica y entre los seis con peor desarrollo humano del continente. A nivel mundial nos situamos entre los tres que más deforesta, entre los dos con mayores niveles de percepción de la corrupción; y el primero en informalidad. Además, nos ubicamos entre los más atrasados en tecnología y desarrollo económico en Latinoamérica.
Las causas de este atraso no se encuentran en la falta de riqueza o de oportunidades, sino en la ausencia de una identidad nacional común que nos hace mirarnos como adversarios, impide la unidad y privilegia las diferencia antes que las similitudes. Aún no hemos comprendido que la institucionalidad, el sentido de Patria y el respeto a la Ley son los valores esenciales para consolidar la fortaleza de nuestra nación, y subsisten entre nosotros los males del caudillismo, la preferencia obcecada por seguir ideologías foráneas y la búsqueda de beneficios de algunos antes que el bienestar de todos.
Así como hemos tenido grandes líderes que con espíritu visionario nos condujeron hacia el desarrollo y el crecimiento, también encumbramos a personajes nefastos, corruptos e incapaces que incluso en tiempos de bonanza, nos arrastraron a épocas de atraso, caos y violencia, y que fomentaron aún más la división, el encono y la desconfianza mutua.
Hoy, en medio de una de las tantas crisis que hemos atravesado, seguimos siendo un país inmensamente rico y con grandes oportunidades de desarrollo y crecimiento. Pese a las dificultades, contradicciones y desafíos, tenemos la posibilidad de reconducir el camino y buscar el horizonte que soñaron los libertadores, guiados por “los sacrosantos derechos de honor, vida, libertad, igualdad, propiedad y seguridad”, como reza el Acta de la Independencia.
Bolivia será lo que sus hijos quieren que sea, y será grande cuando cada ciudadano se sienta realmente comprometido con su destino, su progreso y su libertad.
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