Latinoamérica es tierra fértil de caudillos. De tiranos. De déspotas. De políticos absolutistas que desprecian las instituciones, la ley, la palabra pública. Construyen una distorsión de la verdad histórica, monopolizan un discurso de odio y se entronizan como reyes absolutistas: ¡Yo soy el Estado! Vociferan y dejan muy en claro que, mediante el voto popular, se les entregó la propiedad del poder, casi a perpetuidad.
Qué nos sucede para llegar a estos extremos de ensalzar a ídolos de barro que luego nos sojuzgan. Los estudios – varios – sostienen que desde siempre somos caudillistas. Nos enamoramos de estos megalómanos y les confiamos nuestro total apoyo porque creemos que ellos, con su poder absoluto, resolverán todos nuestros problemas. Podrán las cosas en orden. No es así. En absoluto. Y nunca lo será.
Varios historiadores y sociólogos esbozan varias explicaciones a este fenómeno latinoamericano y casi la mayoría coincide en sostener que la cultura política de nuestros pueblos es una especie de doble herencia autoritaria, por un lado, de la monarquía absoluta de los siglos XVI al XVIII y, por otro, del caudillismo de los siglos XIX y XX. La primera tendría como fundamento una filosofía política que defiende un neotomismo español, junto a toda su herencia colonial. La segunda estaría reflejada en toda nuestra literatura e historia que plantea desde el origen de las luchas libertarias, la heroicidad de grandes caudillos como Bolívar, Sucre, San Martín, Martí, Hidalgo entre otros personajes históricos, a quiénes no se les debe criticar o juzgar, so pretexto de ser cuasi divinidades. Y de ahí en adelante, vivimos construyendo a estos cíclopes que ni bien se sientan en la silla presidencial, velan solo por sus intereses.
Parecería, entonces, que estos nacionalismos se forjan basados en un sentimiento anti ibérico y antiestadounidense, como fuerzas foráneas, invasoras y tiranas. Visión que se convierte en el alimento diario que se les sirve a los alumnos de todos los colegios latinoamericanos y cuyo objeto no es otro que el de crear un enemigo exterior - permanente - que permita fortalecer una especie de unión nacional en torno a esta figura emblemática.
Si revisamos los libros de historia, sus páginas son un correlato de biografías de redentores, libertadores, de hombres con principios absolutistas que lucharon y ofrendaron sus vidas por la libertad de los pueblos para erigirse como los padres de la patria. Puede que haya sido así. Pero sus efectos son muy perniciosos para las democracias liberales. No hay espacio para una criticidad social. Para un fortalecimiento de las instituciones, leyes, normas y respeto por el oponente político. Estamos rodeados de estatuas y monumentos libertarios.
Fomentamos el caudillismo. Insuflamos reyecillos de pueblo. Les ponemos corona, manto y bastón de mando y extasiados los reverenciamos cuando dan vuelta la plaza. Creemos que solo ellos nos librarán de todos nuestros males, así que más vale agacharse y prenderles vela. Y ahí cometemos un pecado capital: avalamos que esa persona esté por encima de las leyes y la fiscalización o control social, para luego orar como quiliastas, para que ojalá, desde el olimpo en el que los ubicamos, obren en derecho y en justicia.
Esa es la historia de estos “intocables” que luego caen derretidos en su infamia: Son los mequetrefes de turno, los dictadorzuelos, los ministrillos; los propios y ajenos de cada región, de cada pueblo, que se ensalzan y, a poco andar, se convierten en autoridades soberbias, narcisistas o simples fantoches. Gente de poca estofa.
¡Pero, cuidado! En estos últimos años, estos gorrineros mudaron de ropajes. Se actualizaron. Se pusieron a tono y ahora su grito es: ¡Yo soy el pueblo! Populismo y tiranía. El poder y el delirio. Chávez dio el pistoletazo y le siguieron, Maduro, los Kirchner, Ortega y Morales que ahora se rasgan sus vestiduras deshilachadas creyéndose ninfas. Es tan atractiva este zafia que ya hay gente haciendo fila, creyendo ser los verdaderos iluminados y legítimos representantes del pueblo. Los sucesores.
El peso histórico de nuestra cultura política nos ha condenado a un acuerdo social endiablado. Donde el funcionario público – del gobierno central, municipal, ministerial o de cualquier índole – se cree cabeza y centro de la nación. Dice ser la reencarnación de los «héroes» sociales, los autoproclamados “padres” de la patria, ante quienes las masas deben rendirse y apoyar para conseguir la tan anhelada emancipación, justicia y libertad. ¡Son nuestros caudillos zafios de plazuela!
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