La Festividad del Señor del Gran Poder –la Fiesta Mayor de los Andes– este 25 de mayo en la ciudad de La Paz, acumuló, como todos los años, elogios y críticas. Los medios de comunicación y las redes las repercutieron. Ambas apreciaciones tienen como marco común el derroche de recursos materiales, lo fastuoso del despliegue y sus consecuencias políticas y de ornato urbano y la relación entre fervor popular y significado religioso.
Desde sus inicios la polémica marcó la devoción al Señor del Gran Poder. La imagen actual que se venera es un retoque de la original, hecha en 1932. Hasta entonces, el Señor del Gran Poder mostraba tres rostros, como representación de la Santísima Trinidad. Con esa característica, los relatos más cabales la señalan como posesión de la monja Genoveva Carrión, en 1663. A partir de entonces, el cuadro pasó a transitar por diversos barrios y domicilios. Una verdadera devoción popular. La recuperación del cuadro por la iglesia institucional culmina en su asentamiento definitivo en la iglesia del barrio de Ch’ijini y en el retoque de la imagen para borrar esos tres rostros y figurar uno solo.
El miedo de la jerarquía eclesiástica de entonces es similar al celo actual de los grupos evangélicos: el riesgo de sobrevivencia del paganismo idólatra. La posición de la Iglesia católica ha cambiado al respecto. Ahora se habla de inculturación, una visión antigua en el catolicismo, aunque cantonada al enfoque de algunos misioneros y teólogos, pero no asumida por el poder institucional de tiempos pasados. La crítica de hoy de grupos evangélicos, especialmente fundamentalistas y de fuerte arraigo popular indígena, es similar a la católica de antaño, y aún más radical: los curas añejos retocaron una imagen, los fundamentalistas evangélicos de hoy la quemarían públicamente.
En el ámbito religioso ese es –a mi modo de ver– el debate esencial. El Señor del Gran Poder es atributo popular indígena en el marco conflictivo de la colonialidad, no en el sentido que le da el culturalismo posmoderno actual, sino en el que nos muestra la historia y la sociología real y positiva.
La imagen hoy venerada transita en su posesión y trascendencia pública un interesante camino: De propiedad individual de una religiosa ligada a una orden católica, las madres concepcionistas, pasa a dominio público a través de la devoción y culto en domicilios particulares, primero criollos hasta culminar en viviendas populares indígenas: la de los artesanos mestizados asentados en el, ya a inicios del siglo XX, populoso barro de Ch’ijini.
Es interesante notar que un primer intento por borrar los tres rostros del Señor habría acaecido en 1904, cuando era menos acreditada la influencia popular indígena sobre esa imagen. Sin embargo, cuando la jerarquía católica recupera la imagen, la sedentariza y le cambia definitivamente la figuración, no surge ninguna insurgencia popular indígena, no se crean cismas ni emergen “herejías”. El empoderamiento popular indígena no se manifiesta de esa manera, contrariando las actuales especulaciones culturalistas pachamámicas, en sentido de que sería evidente una “resistencia religiosa” indígena que buscaría restaurar antiguas prácticas y creencias.
Esta cristianización popular indígena se manifiesta también en otras celebraciones como las que se efectúa el mes de agosto en Copacabana, alrededor de la imagen de la Virgen María con la misma advocación, y que aglutina importantes cantidades de fieles del Perú y Bolivia con un trasfondo cultural y simbólico eminentemente popular indígena. O la peregrinación al santuario del señor de Qoyllurit’i, en Perú.
En estos casos –por solo citar algunos– el empoderamiento indígena no se da como reivindicación excluyente, sino como lógica aglutinante, como si diferentes expresiones religiosas fuesen caminos iniciales, distintos en su génesis, pero que confluyen en expectativas y formulaciones cada vez más comunes, dejando fuera de trayecto y en un mismo campo opositor a quienes añoran una religión oficial más como apéndice del colonialismo que como aspiración espiritual y a contestatarios fundamentalistas, aglutinados en una amalgama en la que –sin realmente desearlo– estrechan vínculos fundamentalistas evangélicos y pachamamistas de cuño académico.
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