“¿Es cierto que curas todas las heridas?”, pregunta el Sombrerero al Tiempo en ‘Alicia a través del Espejo’, la película. Confía en una respuesta positiva, guarda una íntima esperanza en el futuro que sana a la moda escolar, con goma, borrando el pasado. “¿Qué tan pronto es pronto?”, se desespera el Sombrerero y el Tiempo, con la templanza del que lo tiene todo calculado, controlado, le dice que goce del presente.
Trillada pero sabia la recomendación del Tiempo, no obstante entrañar la idea del encierro en nuestro tiempo. Fóbica idea por la impotencia de no tener a mano la Cronosfera para ir hacia atrás en el tiempo y gozar de lo ido y añorado, para cambiar lo mal hecho y quizá, con algunos ajustes técnicos, poder apretar un botón y aparecer en el futuro doctor (el que cura las heridas) para olvidar —para borrar— el presente que no se goza.
“No puedes alterar el pasado”, “nadie puede ganar una carrera contra el tiempo”, le advierte el Tiempo a Alicia y sí, es así nomás; después la indemniza enseñándole que se puede aprender de él. El implacable Tiempo, atravesado por una larguísima memoria y por un sombrero diminuto, manufactura de un niño para su padre que lo descartó en su tiempo y sin embargo lo conservó por siempre, hablando con la encantadora Alicia, la que vive pendiente de la familia del Sombrerero, la que hace posibles las imposibilidades.
Es aquel el tiempo que trae personitas adorables, para alegría de las familias, y al mismo tiempo es el tiempo que se lleva personajes entrañables, para desconsuelo de las mismas familias y de algunos más. Es el tiempo —en realidad— antropófago, que si bien da y quita, lo que quita no lo devuelve más. Por eso da palmaditas en la espalda, como queriendo levantar el ánimo: “no se puede cambiar el tiempo pero sí aprender de él”. Por eso será que vemos las cándidas películas de Disney, para escabullirnos de la pastrana vida real.
Apremia el tiempo (con minúsculas) por el reloj, su compinche, que cambia de apariencia para no ser atrapado y entonces a veces es reloj biológico, reloj de agua, reloj de arena, reloj de sol, de mar, de sal. Reloj pulsera, reloj digital, reloj del celular, reloj del televisorcito del taxi o el reloj de la inalcanzable pantalla led. El reloj del Big Ben, el de la Catedral de Estrasburgo, el de la Plaza Uyuni; el reloj Citizen, el Rolex, el de alta gama es, a veces, cuando no el reloj de plástico, de bolsillo, de pared; el reloj cucú, el que atrasa, el de péndulo; el de cocina, el del shopping, el de plastilina, de niño, de mentira; el reloj de pronto, de golpe y porrazo como el chocante reloj astronómico, el reloj menstrual, el reloj de consultorio, el que enferma, el reloj de la hora cívica, el del paso militar, el reloj del jefe, el reloj puntual, exacto, cabal; todo lo contrario al manso reloj adelantado, el reloj de Dios, el Gran Reloj, el reloj-azo, el reloj de reloj, el que solamente da la hora y nada más que la hora (tan raro), en modo tic-tac, sin respiro, hasta que se le acaba la pila.
Si somos tan listos, ¿por qué le rendimos culto a la tiranía del tiempo? “Valioso es”, “oro es”, el escurridizo y asfixiante tiempo. El tiempo, que mortifica, ¿para qué lo queremos? ¡Ah!, para aprovecharlo, para “sacarle tiempo al tiempo”, o sea, para robarle su alma y salirnos con la nuestra. Ah, si puedo verlo en los periódicos, como cuando el hombre conquistó la Luna, en titular inmenso, victorioso: “¡Al fin hemos derrotado al tiempo!”).
No sería tan fácil como llegar a la luna de Valencia... La clave puede ser agarrar al tiempo desprevenido y no perderlo de vista porque, al menor parpadeo, vuela. Eso dicen, que el tiempo vuela. Pero algo tenemos que hacer para detener su marcha. Para que nos deje vivir en paz.