Marzo 25, 2025 -HC-

La amenaza de la eterna transición en Bolivia


Domingo 23 de Marzo de 2025, 8:15am






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Bolivia es el país que se debate entre sueños de transformación y la eterna espera de que algo, finalmente, cambie. Parafraseando a Rafael Puente, vivimos en la nación de las “eternas transiciones” y reconocerlo despierta en mí una mezcla de resignación y rebeldía. ¿Aceptar esa condición sería rendirse? ¿Negarla me convierte en un idealista sin remedio? Quizás. Pero en esa disyuntiva inevitable se construyen las luchas de quienes no nacimos para la resignación.

Bolivia se atrevió a soñar y a rebelarse contra el peso de su historia y sus cadenas. Desde las bases populares, los pueblos indígenas originarias campesinas, las mujeres y los excluidos de siempre, se alzaron y cohesionaron para iniciar una revolución democrática y cultural. Una hazaña que culminó en la instalación de la Asamblea Constituyente y la conquista de una nueva Constitución, aprobada en 2009, que proclamó la refundación del Estado y el nacimiento de un país Plurinacional. No era solo un cambio de nombre: se trataba de cimentar con un proceso serio de descolonización, la construcción de una forma de vida diferente al heredado, para consolidarse en alternativa de existencia digna sustentada en pilares de principios y valores ancestrales, aquellos que por siglos quisieron que olvidemos, nos negaron y quisieron que no neguemos.

El mandato era claro: construir un Estado alternativo, solidario y profundamente humano que gestione y administre la comunidad de la vida para dignificar su existencia. Pero, ¿en qué momento la transición hacia ese horizonte se desvió hacia el desbarajuste? ¿Cómo llegamos a este presente donde la polarización, el caudillismo y el pragmatismo más burdo vuelven a ser moneda corriente? La promesa de lo nuevo se estancó, y la vieja política —con sus pactos bajo la mesa y sus ansias de poder— se recicló en los mismos espacios y sujetos actores políticos de siempre, incluidos los que alguna vez se soñaron revolucionarios.

Me viene a la mente la reflexión de T. Marof sobre la civilización inka, escrita hace más de un siglo, que decía: Una civilización de previsión, fraternidad y moral elevada, donde nadie estaba condenado a la pobreza ni a la incertidumbre. Una sociedad donde el trabajo era un deber y un derecho, no un castigo; donde la ética se resumía en tres mandatos sencillos pero poderosos, como el Ama llulla (no seas mentiroso), Ama sua (no seas ladrón), Ama kella (no seas flojo). Y lo más importante, se practicaban.

Hoy, más que nunca, deberíamos preguntarnos: ¿Dónde quedaron esos principios que prometimos recuperar y encarnar? ¿Cómo fue que la transición, en lugar de conducirnos hacia esa civilización de la dignidad y la justicia, terminó sumergiéndonos en nuevos desajustes, disputas internas y luchas intestinas por parcelas de poder?

Por lo expuesto es urgente e imperativo leer y dar vida a esos preceptos de la Constitución para que deje de ser una declaración de buenas intenciones, es un mandato para materializar la igualdad, la despatriarcalización, la descolonización y la justicia social; a través del desarrollo de espacios de diálogo activo, constructivo, propositivo y objetivo, planificando el corto, mediano y largo plazo pensando en la prosperidad de todas y todos. Nos urge volver a ese espíritu y entender que la democracia que nos prometimos es participativa, comunitaria y plural, no un simple trámite electoral.

La Constitución reconoce como horizonte civilizatorio el Vivir Bien, entendiendo que como un principio “no es tener más, sino vivir en armonía entre todos y con la naturaleza”. No se trata de copiar el modelo de desarrollo occidental que somete y depreda, sino de apostar por un equilibrio donde los derechos de las Personas y de la Madre Tierra sean indivisibles. El Vivir Bien es la materialización de la vida digna, la gestión y administración de los bienes comunes que se redistribuyan racionalmente, se garantice el acceso a la educación integral y proyectiva, salud y vida digna, justicia cuatri-dimensional y tierra que rinda frutos para el auto sostenimiento y la territorialidad materialice su autogobierno como parte de la realización de las grandes mayorías que han sido históricamente excluidas.

No olvidar que la revolución democrática y cultural no será completa sin asumir la despatriarcalización como una tarea urgente y estructural. Porque no hay justicia social si se sigue normalizando la violencia, la discriminación y la exclusión de las mujeres y las diversidades culturales. Porque el patriarcado no solo está en la casa, sino también en la política, en la economía y en la cultura. La despatriarcalización es parte del proceso de descolonización y debe expresarse en la redistribución real del “poder” y en la construcción de una sociedad más justa y equitativa.

Hoy estamos llamados a retomar la ruta de esos sueños colectivos, despojarnos de los caudillismos y poner en el centro las demandas de las mayorías bolivianas que siguen esperando que ese Estado Plurinacional se haga realidad en sus vidas. Desde la ética del Ama Llulla, Ama Sua, Ama Kella, y desde los principios de igualdad jerárquica entre todas las formas de organización social y territorial, la tarea sigue pendiente.

La historia nos enfrenta al peligro de normalizar la transición como un estado permanente, donde el horizonte se aleja cada vez que creemos estar cerca. Nos toca decidir si seguimos atrapados en ese bucle o si, de una vez por todas, reivindicamos el espíritu de aquella revolución democrática y cultural. No para quedarnos en el discurso, sino para retomar la senda de la ética, el trabajo colectivo y el verdadero cambio.

Porque la peor traición a nuestra historia no es el error, sino la renuncia a seguir luchando por lo que alguna vez creímos posible, una revolución democrática y cultural desde la cohesión y conciencia orgánica, que dignifique la existencia misma de nuestro país.

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