No hay tema en la historia de Bolivia que polarice más que el de la incursión de la guerrilla del Che Guevara.
Ni siquiera temas de fondo, como que la fundación de Bolivia fue el resultado de la maquinación de un grupo de abogados, agita tanto las pasiones como este.
Lo comprobé con el artículo de la anterior semana, en el que intenté mantenerme lo más neutral posible y, a cambio, recibí quejas y reproches. Advertí que en la mayoría de los mensajes me pedían tomar partido; es decir, que me ubique entre los que cuestionan a Guevara, a quien consideran un invasor y asesino, o entre quienes no solo lo defienden sino que lo veneran. En este caso no podía hacer eso. Soy un ser humano y, como tal, subjetivo así que no puedo hablar de objetividad. Tampoco puedo ser imparcial porque, como todos, tengo simpatías y antipatías pero el trabajo periodístico tiene normas elementales y una de ellas es mantenerse en el papel de observador. El periodista cuenta lo que ve, lo que encuentra, lo que le consta. Es un puente entre el hecho y la sociedad. Si toma partido, deja de ser observador y se convierte en parte. Rompe el puente y se vuelve orilla.
Una columna de opinión permite opinar pero yo intento que esta sea, en lo posible, informativa, que no necesariamente significa noticiosa.
Por el tiempo transcurrido —medio siglo— el tema del Che Guevara tira más a la historia que a la noticia pero, a contrapelo de lo que muchos opinan, siempre hay algo nuevo. Lo último que se publicó, por ejemplo, es que el agente de la CIA que coordinó labores con el gobierno boliviano hace cincuenta años, Félix Rodríguez, reveló que Washington quería vivo al Che. No sé cuánto habrá costado la entrevista, porque el exagente suele cobrar a los medios que lo ubican, pero sí sé que esta vez no está mintiendo. Un boliviano, Guido Roberto Peredo Montaño, tuvo acceso a documentos desclasificados de la CIA que confirman la versión de Rodríguez. Todo indica que el gobierno de Estados Unidos sabía que, si se mataba al Che, se lo iba a convertir en un ídolo, en un icono de la revolución que se buscaba destruir, pero el de Barrientos desoyó toda exhortación en ese sentido y prefirió liquidar al famoso guerrillero al que había capturado vivo.
Ese es un tema importante ya que permite debatir sobre cuestiones de soberanía e injerencia que son claves cuando se habla de una “invasión extranjera”.
Yo estudié la muerte del Che porque recibí el encargo periodístico de encontrar a su asesino, al verdadero, al que le disparó en el cuartucho de la escuelita de La Higuera. Por razones incomprensibles, el presidente Evo Morales endilgó primero ese hecho a Gary Prado Salmón, con el que el gobierno se ensañó judicialmente, y recientemente dijo que el asesino fue Félix Rodríguez. No entiendo cómo es que en el gobierno no existen estudiosos de la historia que le expliquen cómo sucedieron las cosas. Yo encontré al asesino del Che junto a un colega español, Ildefonso Olmedo, y llegué a la conclusión de que el ejecutor, Mario Terán Salazar, no solo actuó por seguir órdenes sino que tuvo razones personales para liquidar a Guevara. Con ese trabajo aprendí un poco más de ese episodio de nuestra historia. Hallé al asesino y escribí sobre eso junto a Ildefonso. Publicamos lo que vimos, escuchamos y encontramos. No opinamos ni tomamos partido.
Escribo sobre la muerte del Che, no sobre la pre y post guerrilla, porque conozco el tema. Escribo como observador, no como acusador ni defensor. No insistan en arrastrarme a sus odios.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.