¿Qué nombre tiene la muerte después de que se ha rogado la vida? ¿Qué nombre tiene cuando llega por una andanada de golpes y patadas en un cerro, si un momento antes se había alertado lo que podría ocurrir? ¿Qué nombre tiene la muerte cuando se produce a manos de idiotas enceguecidos justo después de que se ha implorado, y de que se lo ha hecho ante el poder, ante alguien que estaba en la posibilidad —y la obligación— de velar por la vida? La muerte, así, no tiene nombre.
¿Cuánto hubiera de ser el sufrimiento para rogar la vida? ¿Mucho?, ¿muchísimo?, cuánto. Cuánta la impotencia. Cuánto el dolor (el dolor del alma, que no es cualquier dolor). Cuánta la miseria de uno mismo. Cuánta la maldad ajena. ¿Cuánto odio se necesita descargar en alguien para no atender sus ruegos? ¿Y cuánta negligencia para dejarlo solo y no acudir en su auxilio?
En una situación límite, ¿a quién rogar?, ¿en quién confiar la vida? Errar en casos así puede ser mortal. ¿A quién rogó por su vida Illanes?, ¿quién estaba del otro lado de la línea cuando hablaba en el video? ¿Qué pasa si ruegas y no conmueves a quien ruegas? ¿Y si ruegas y a pesar de todo lo que significa el acto extremo de rogar, no obtienes respuesta y entonces tomas conciencia de que estás abandonado, de que te han abandonado a tu suerte? ¿Qué sientes cuando sientes que te han dejado solo?
No basta con llorar la muerte injusta, menos con declarar tres días de luto; la vida vale un poco más que un político lamento boliviano. Una vida perdida a golpes y patadas en un cerro, sin piedad, al cabo de un ruego desesperado, merece respuestas concretas. No bastan las cintas negras en el canal estatal ni las banderas a media asta.
¿Cóm
es posible que el número dos del ministerio que tiene a su cargo la seguridad nacional pierda la vida tras rogar por ella? ¿En manos de quiénes está la seguridad del Estado? Y las reacciones: el vejatorio menosprecio de los cinco cooperativistas muertos; el burdo espectáculo de las detenciones en masa; el pan y circo de la gira televisiva con la maqueta del cerro donde la muerte se hace a golpes y a patadas, una y otra vez haciéndose la muerte siempre así, en el cerro.“Le ruego, por favor”. Le ruego, por favor. Le ruego una, dos, tres veces por favor. ¡¿Cuántas veces más se necesita rogar, por favor, Gobierno?! Por favor… tener que rogar la vida, tener que depositar la última voluntad en otra persona y encima tener la paciencia de esperar a que el dron se diera una vuelta por el cerro para atisbar desde lo alto a la caterva que se ha atribuido la potestad de arrancarte de este mundo… por una protesta social.
No, no tiene nombre el destino de la autoridad y el de nadie que espera hasta la muerte el auxilio del Estado. No tiene nombre el desahucio, el desangre del ruego. Perder la vergüenza, entregar tu buen nombre al patán y esperar, en silencio, esperar llorando todo lo que puedes llorar y rogar por que tu verdugo considere la opción de perdonarte la vida, te conceda al menos un soplo de vida. ¿Habrá algo más triste que la condición del desesperado?
Pero, ¡qué sabemos nosotros del acto final, de la desesperación más angustiante!, si solamente quien ha rogado la vida sabe lo que se siente, porque parece que se siente que no hay otro recurso que pedir clemencia, rogar. Rogar por Dios, por los hijos, por salvar el pellejo. Rogar por el cuerpo. Por miedo. Por uno mismo y, todavía más, rogar por lo que uno representa para su familia. No importa quién seas. Rogar la vida, rogar.