Estoy de acuerdo cuando se afirma que toda ley debe ser actualizada constantemente, en el caso nuestro, la Constitución Política del Estado se anota en la lista, o ¿alguien será capaz de afirmar que desde su promulgación el mundo se ha mantenido intacto, al extremo que nada, pero absolutamente nada ha cambiado?
Bajo esta línea de pensamiento, en nuestro país todavía existen leyes, reglamentos, normas que, un poco más, tienen la firma de Moisés y han sido labradas en piedra, una de ellas es la famosa Ley de Imprenta, nada menos que de 1925. Esta norma tiene nada menos que 92 años, las organizaciones periodísticas ya deberían estar preparando el aniversario centenario que se merece.
Nuestra “Constitución” actual debería abrirse y modificarse, mejorarse, retirarse cosas, aumentarle otras, volverla más moderna todavía, debatir sobre ella, en fin… pero como país nos encanta ser absolutistas, comprender a la patria entre blanco y negro, negando obtusamente la existencia de los grises y por si esto fuera poco, ser más emocionales que racionales, nos hemos acostumbrado a aceptar que todo está escrito en roca y que aquel que le añada una coma o algo similar, será maldito por siempre.
Pero como estamos en contra de todo cambio, uno de los que más se ha evitado sistemáticamente es la Ley de Imprenta y cada vez que se intenta plantear otra normativa similar, paralela o si quiera actualizarla, saltan en la palestra dos excusas devenidas en argumentos y hasta constitucionales, la primera: “Es un ataque a la libertad de expresión”, la segunda: “Solo nosotros podemos autoregularnos”. Cuando de lo que se trata es reconocer que aquí, en esta tierra bendita, mediática y digital, nadie quiere hablar de una tan necesaria Ley de Medios.
Hace poco se intentó una vez más plantear este tema, pero se corrieron todos, porque los defensores de la tablas de la Ley de Imprenta saltaron a defenderla, pero de una manera tan soberbia que calificaron cualquier argumento para modernizarla como poco inteligente y un poco más digna de los simios que antecedieron al homo sapiens.
Si señores, el gremio periodístico es el que más vituperio comete, si asumimos que alabanza en boca propia es mentirse así mismo constantemente. Convertidos en dioses, semideidades que consideran que son los únicos que pueden regularse entendiendo a sus organizaciones como un templo en el Olimpo en el que se ejecutan dramas griegos donde Zeus no mata a todos o ni Neptuno se come a sus hijos, porque lo único que saben es justificarse a sí mismos, aplaudirse entre ellos y tapar sus errores como “gafes del oficio”. Si la autoregulación funcionara disfrutáramos un buen y digno a diario.
Lo que nadie se pregunta es si necesitamos o no, una nueva normativa al ejercicio periodístico. Cambiando los términos, deberíamos debatir si queremos seguir viendo a ya cientos de Carlos Valverdes, en las radios, en las teles, en los periódicos, en las redes, a toda hora, que informan a medias, que utilizan fuentes anónimas, que no confirman la información, que desplazan la consideración de la contraparte para la próxima nota, que dicen lo que quieren como opinión, que tiene derecho insultar, de reproducir el insulto del otro a título de “información”, de titular incompleto, de decidir cuál sumo sacerdote qué está bien y que está mal, como si su rol informativo lo ubicara por encima de la sociedad con la capacidad de decidir si esta se va o no al infierno, en síntesis que desinforman antes que cumplir al menos, mínimamente los fundamentos básicos sobre la práctica de un periodismo responsable y ni qué decir de su ya empolvado reglamento de ética periodística.
Los tiempos han cambiado, la situación es distinta, con la aceleración de este mundo cada vez más “líquido” no podemos seguir pecando de absolutistas, de creer que todo es para siempre, de lo contrario a título de la rigidez normativa seguiremos no solo cometiendo injusticias, también peligrosamente justificándolas, porque la norma lo dice, porque la Ley de Imprenta es intocable o porque es normal morir esperando en las calendas griegas a que alguien se atreva juzgar a un periodista.