El Diccionario de la Lengua Española (DLE) define “plagiario” simplemente como adjetivo de la persona “que plagia” y complementa la acepción señalando que es el que “copia obras ajenas”.
Como en otras miles de palabras, la Real Academia Española es demasiado simplista en esta que define así, sin más ni más, a la persona que comete un delito que, a mi juicio, es muy grave: robo de la propiedad intelectual.
Para entender la gravedad del delito de “plagiar” (“copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”, DLE dixit) hay que sondear en su historia. Así, se puede ver que, en el pasado, “plagiar” significaba “usar el esclavo ajeno reteniéndolo y usándolo como si fuera propio”. Los romanos, que fueron quienes sistematizaron el Derecho, lo definían como “comprar a un hombre libre sabiendo que lo era y retenerlo en servidumbre”.
Existía, entonces, el componente del valor económico. Lejos de la imagen que nos dan las películas, y algunas novelas contemporáneas, había esclavos que eran personas cultas pues sus amos se ocupaban de darles instrucción. Así se convertían en posesiones valiosas ya que había esclavos que desarrollaron las artes, otros que tenían habilidades manuales y los menos eran eruditos que incluso podían desempeñar la función de maestros. Pero por encima de ellos estaba un valor más importante: la libertad. Por eso, un liberto (“esclavo a quien se ha dado la libertad respecto de su patrono”, DLE dixit) era doblemente valioso: tenía conocimientos y/o habilidades y, además, había recuperado su libertad. Era la razón por la que se consideraba que comprar un liberto era un delito muy grave.
Con el tiempo, “plagiar” se convirtió en “secuestrar a alguien para obtener rescate por su libertad”, DLE dixit) y en la acción consistente en copiar obras ajenas para presentarlas como propias; es decir, algo tan grave como comprar un liberto.
Antes del perfeccionamiento de la imprenta por parte de Gutenberg, los libros se copiaban a mano en una labor que generalmente realizaban monjes. Como la posibilidad de copiar obras ajenas, de esa forma, era muy grande, se confiaba en la ética y moral de los religiosos.
Ya con la imprenta convertida en la gran difusora de la palabra escrita, los plagios comenzaron a hacerse frecuentes. Como los libros no tenían circulación mundial, era común copiar trozos de la obra de alguien, o a veces toda la obra, y presentarla como si fuera propia.
Hoy en día, pese a la globalización y las Tecnologías de la Información y Comunicación, todavía existen plagiarios; es decir, personas que copian textos ajenos y los presentan como propios. Y lo hacen de manera muy sencilla: publican un libro en el que ponen la bibliografía al final pero, a lo largo de sus páginas, no detallan cuáles son sus textos y cuáles los que extraen de otras obras. Así, están presentando trabajo ajeno como suyo.
Y está el otro tipo de plagiarios, los compiladores que, reuniendo trabajos de varios en uno solo, presentan la obra entera como si fueran ellos los autores; es decir, sin hacer notar que se trata de una compilación.
Se trata de gente que, al plagiar, está robando propiedad intelectual ajena, vulnerando la Ley 1322 del 13 de abril de 1992 que resguarda el “derecho de los autores sobre las obras del ingenio de carácter original, sean de índole literaria, artística o científica”.
Es peor cuando el autor está muerto. Es cuando los plagiarios le roban, como los hombres que, en el pasado, caían sobre los libertos para quitarles su libertad y aprovecharse de sus conocimientos.
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(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.