¿Quién quiere una revolución en Bolivia?, en la Bolivia después de Evo, en el país del noviembrismo reincidente, en el pueblo de la agenda ignorada desde 2020, en el Bicentenario de la crisis infinita e insuperada; en el que se habla de libertad, democracia, inclusión social y pacificación y en el que ya nada de ello ocurre, aunque dicen pensarlo y sentirlo. A la derecha boliviana notoriamente no le alcanza para ser revolucionaria, su esencia se lo impide de forma regular y hasta permanente; y la izquierda dejó de ser revolucionaria desde el 2009, pues el transcurrir del tiempo la varió a blanda y burocrática.
Bajo una concepción historicista y técnicamente politológica, la izquierda entronca con lo revolucionario, y revolución es hablar de socialismo, progresismo y transformaciones profundas. Revolución es trastocar lo establecido para reconvertirlo en orden justo y más igualitario. Del centro hacia la diestra del escenario político, la derecha es conservadora, pues sus prácticas y hábitos políticos señalan su audacia en apenas reformista sino regresionista de los procesos de cambio. Una vida signada por el restablecimiento de las sociedades desiguales. Ser reformador es algo que distancia de los cambios urgentes que subyacen en el nunca visible sustrato social pero que ayuda con la gradualidad exigida por el statu quo.
Aunque las revoluciones en la perspectiva categorial tradicional se asocian a momentos de quiebre y ruptura política, donde la acción armada suele materializarse de forma presencial, en democracia éstas transitan por algo más hondo y verdadero: la condición humana. Alguien, persona o partido, que actúa y declama en nombre de la revolución, no puede ignorar que el fin de ella es el sentido humano que debe dirigirla. Este momento histórico donde la ceguera señala el camino del final de ciclo, donde los dueños de lo social popular, derechizados y encorsetados en ambiciones y vanidad rehúsan dar paso al segundo momento de cambio e inclusión social que al país le urge, exige hombres con esencia e identidad revolucionaria, con la perspectiva puesta en la grandeza y no en el poder material y miserable de su detentación misma por su sola frivolidad.
En la perspectiva democrática el cambio es un proceso y si remueve estructuras violentamente sedimentadas encuentra entonces matices revolucionarios. Bolivia replica crisis políticas de forma persistente e inmutable, con treguas más o menos extendidas en el tiempo. Estas crisis tienen, entre otras maneras, una forma importante de explicarse: un Estado político, que se fue gestando y ensamblando con evidente preponderancia de las clases sociales dominantes, con lógicas de articulación que son propias de los sectores que socialmente se asumen superiores y reservados a conducir el país en una suerte de destino manifiesto y conciencia de superioridad. En otro espacio, desagregado del Estado político, la sociedad civil, con una composición multiclasista, con un mestizaje extendido por toda la geografía nacional y con presencia de amplios sectores étnicos, culturales, originarios campesinos, con formas de articulación a momentos de nuestra historia, evidentemente prehispánicos, comunitarios y pre capitalistas; un sector civil invisible a la acción política independiente, un fragmento social que su presencia de masa cobriza y anónima solo era anexada como número y hecho simbólico. Las crisis, de forma palpable, expresaron la permanente pugna de una oligarquía dominante que tomó el Estado para sí y una sociedad civil que lo desafiaba a ampliar los sectores que en él podían intervenir.
Bolivia exige, en su año 200 de vida independiente, un otro momento transformador y un distinto paradigma social, donde el sujeto de vanguardia revolucionaria sea quien encamine la sociedad, inflexiblemente, hacia su pacificación, que interpele en su compromiso a ese país de oriente y occidente, a los sectores sociales populares, a la clase media y a los grupos económicos. El reformismo insinuado por quienes reclaman gobernar un tiempo más no alcanza para alejarnos del círculo destemplado de las crisis políticas y sociales. El revolucionario es un ser distinto, diferente, lleva y siente en su esencia, como un deber mayor, el humanismo sensible y urgente de la conciliación nacional.
Apremia la segunda revolución, la que cimiente la nueva sociedad, plural en su fuerza, donde «ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse» como aconsejó alguna vez García Márquez.
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