Hemos cerrado el 2024 con altas tasas de inflación: una variación del 9,97% en el Índice de Precios al Consumidor (IPC) y del 15,4% en el rubro de alimentos, según los datos divulgados por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Estamos frente a un fenómeno inusual y preocupante, teniendo en cuenta que el promedio de los últimos años ronda un 2%.
Una mayor tasa de inflación significa que la moneda nacional pierde su poder adquisitivo. Vale menos a la hora de las transacciones. Por ejemplo, antes podíamos comprar 100 $us con 696 Bs. Hoy, a un tipo de cambio de 11 Bs en el mercado paralelo, los mismos 696 Bs alcanzan tan solo para 63 $us.
Lo anterior es una muestra de que en la vida cotidiana la inflación supera las estimaciones oficiales. Otro cambio de alto impacto es el precio de la carne de pollo. El mes pasado, el kilo aumentó 4,2 Bs, lo que representa una variación del 26,7% con respecto al precio promedio de los años anteriores (2012-2023). Y así podemos seguir enlistando otros productos de primera necesidad. Rara vez el consumidor tropieza con precios que sólo hayan subido entre un 10% a 15%.
Para el 2025, el pronóstico no es alentador. Los precios congelados, fijos y regulados están a punto de cambiar. Los transportistas están dando pelea para el alza del precio de los pasajes, al igual que los panificadores decididos a elevar el precio del pan de cada día.
Algunos precios que varían anualmente ya están en la mesa de negociación. Las pensiones escolares, los materiales educativos, alquileres de vivienda y locales de negocios, servicios de internet y comunicaciones, tasas de servicios financieros y públicos, impuestos, entre otros. El incremento salarial estará en torno al 10%, lo que empeorará la fragilidad de los pequeños negocios y del mercado laboral.
En otras palabras, la moneda nacional seguirá perdiendo su poder adquisitivo en los siguientes meses y, probablemente, años. Las consecuencias son y serán concretas para la población, desde una drástica disminución de la capacidad de ahorro de las familias, desahorro en muchos casos, hasta inseguridad alimentaria por falta de ingresos entre los estratos bajos. Convivir con la pérdida del poder adquisitivo no será fácil para la gran mayoría de los bolivianos que apenas viven por encima de línea de pobreza.
No sería exagerado para nada decir que para finales del 2025 el boliviano promedio podría perder hasta la mitad del poder adquisitivo de sus ingresos. Los precios congelados y subvencionados serán cada vez más insostenibles y en algún momento tendrán que variar, lo cual es indeseable por sus efectos multiplicadores sobre el resto de los precios y la economía en general. En contrapartida, idealmente los ingresos tendrían que mejorar en la misma medida, pero sabemos que no existen condiciones objetivas para el crecimiento de la economía nacional. Como país, estamos más cerca del estancamiento que de la recuperación económica.
La pérdida de poder adquisitivo es un fenómeno complejo que, en actuales circunstancias, no es atribuible a factores globales o externos. El colapso de la renta del gas no fue a consecuencia de falta de mercado o precios bajos, sino a causa de nuestros desaciertos. El mundo sigue demandando litio, pero los proyectos de explotación fracasaron por razones únicamente atribuibles a las decisiones tomadas por el gobierno nacional.
El modelo económico implementado desde el 2006 es la causa de fondo. Por un lado, las políticas gubernamentales generaron una alta dependencia económica de precios congelados, subvenciones e importaciones. El modelo desincentivó la producción nacional con valor agregado, atrofiando así la competitividad de los productos nacionales en el mercado internacional. Por otro lado, la inversión multimillonaria en la creación del “estado empresario” no rindió los frutos esperados en términos de producción, exportación y generación de empleo productivo.
En conclusión, una tasa de inflación del 10% o más, se puede considerar como un impuesto invisible, cuyo impacto real es mucho mayor para los consumidores. Estamos comenzando a pagar los altos costos generados por las políticas económicas implementadas hace casi 20 años.
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