El racismo es tan anacrónico que a veces resulta tedioso ocuparse de él. Hay que hacerlo, sin embargo, cuando existen hechos tan evidentes como el que fue registrado, tecnológicamente hablando, en la Carrera de Derecho de la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno de Santa Cruz.
Y es que lo verdaderamente censurable no es el hecho de racismo sino su entorno y sus antecedentes. Para empezar, está el hecho de que las frases que le fueron grabadas al docente constituyen, en efecto, una violación a la Ley 045, contra el racismo y toda forma de discriminación, y fueron pronunciadas nada menos que en una Carrera de Derecho; es decir, el lugar en el que no solo deben enseñarse las leyes sino también a respetarlas.
El otro gran detalle es el trato que el catedrático profirió a una de sus alumnas, aquella que, finalmente, lo denunció.
Más allá de cualquier justificación, incluso médica o legal, los profesores universitarios deben admitir que no todos ellos están capacitados para impartir conocimientos en un centro de enseñanza superior, como es una universidad.
Tanto la teoría como la creencia popular pintan al docente de las universidades, también llamado catedrático, como una persona que tiene amplios conocimientos de la materia que dicta. Más que un profesor que dicta clase, es un investigador, alguien que va más allá de lo conocido y consigue datos nuevos que luego transmite a su clase utilizando herramientas como la pedagogía.
Si un catedrático tiene problemas que se manifiestan en aula, y peor si son conductuales o psicológicos, lo que tiene que hacer es dar un paso al costado y dejar su lugar a alguien que pueda enseñar con mayor solvencia personal. Ampararlo, aun argumentando que tiene problemas mentales, no es pensar en el alumnado sino en el sector docente y esa es una actitud que debe erradicarse de las universidades.
En mis tiempos de universitario escuché un rótulo que creía superado, “dictadura docente”. Con esas dos palabras identificábamos a los catedráticos que, sabiendo que tienen en las manos parte del destino de los universitarios, aprovechaban la situación para sacar algún tipo de provecho.
Uno se registra en la universidad con el fin de obtener un título profesional. Para conseguirlo debe aprobar todas las materias del pensum académico y ahí es donde se pone en manos del docente. Una nota reprobatoria impide alcanzar el objetivo así que algunos estudiantes recurrían al soborno para superar ese obstáculo. Y el soborno se manifestaba de diversas formas, desde pagos económicos a favores personales.
Con esa confianza, algunos docentes convertían sus clases en escenarios personales en los que no solo lucían sus conocimientos sino también sus defectos. Criticaban, a veces de manera ácida, y no se detenían si las críticas alcanzaban a algún estudiante. Otros incluso pasaban la línea de la moralidad y aprovechaban su condición para acosar estudiantes, incluso a la vista de sus compañeros. Los afectados solían callarse porque sabían que el docente podía reprobarles.
Periódicamente, esas actitudes eran denunciadas, especialmente por las dirigencias estudiantiles, pero eso motivaba la reacción solidaria de los colegas del catedrático denunciado. Demostraban “espíritu de cuerpo” y se esforzaban en evitar sanciones.
Lo ocurrido en santa Cruz, donde los colegas del docente salieron en defensa del catedrático racista, demuestra que, pese al paso de los años, las cosas no han cambiado.
Todavía existen docentes que se creen en la cima del mundo cuando dan clases y actúan en consecuencia. Justificarlos es tanto como incurrir en sus faltas.
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(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.