En la segunda temporada de El Juego del Calamar, un grupo de personas desesperadas están atrapadas por un sistema diseñado para aplastarlos, compiten en un juego macabro donde las reglas no son claras -falta de institucionalidad- y los resultados están predeterminados por quienes controlan el poder.
Bolivia, como en el juego, parece ser un país atrapado en una dinámica donde las opciones de transformación son una ilusión. Los participantes en este “juego político” somos nosotros, enfrentándonos diariamente a una realidad diseñada para que nada cambie, mientras los de enterizo rojo ejecutan sin saber, ni para quién trabajan. La única regla clara pareciera ser la impunidad de quienes permanecen intocables en sus cómodas posiciones de poder.
El engaño del sistema.
En el Juego del Calamar, los jugadores se enfrentan a reglas ambiguas y a menudo el castigo por incumplirlas no se conoce hasta que es demasiado tarde. En Bolivia algo similar ocurre. El sistema democrático está plagado de leyes que no se aplican igual para todos, con poderes del Estado subordinados a intereses de unos pocos, dejándonos con la amarga sensación de que jugamos en desventaja desde el inicio.
El precio de sobrevivir
En la serie, los jugadores luchan por un premio que cambiaría sus vidas, aunque el costo sea su deshumanización total. En Bolivia la promesa de estabilidad económica y progreso reclama el precio: de resignación ante un sistema corrupto, polarizado y cada vez más autoritario.
Mientras tanto, quienes controlan el juego -los políticos y los grandes intereses económicos- observan desde la cima, moviendo las piezas a su conveniencia. Como en El Juego del Calamar, los verdaderos ganadores no son quienes compiten en el terreno, sino quienes manejan las cámaras y transmiten nuestra tragedia, bajo contratos millonarios de publicidad.
La ilusión de la unidad
Hace un par de años el gobierno se esforzaba por mantener una narrativa de “UNIDAD del pueblo”, así como hoy todas las fuerzas opositoras también apelan a una “UNIDAD” que no existe y no existirá mientras se privilegien intereses personales, de una vieja política de izquierda y derecha, que ha perdido total conexión con el tejido social. Estas narrativas de “UNIDAD” están plagadas de cálculos mezquinos, mentiras edulcoradas y traiciones. Es como en el juego: los participantes creen que son compañeros, pero rápidamente descubren que la única manera de sobrevivir es traicionándose unos a otros. En Bolivia, las divisiones entre regiones, organizaciones y clases se profundizan bajo discursos idiotizantes que le hablan a nuestros prejuicios para confrontarnos, y que prometen todo menos soluciones reales.
¿Hay una Salida?
El Juego del Calamar termina dejando una pregunta poderosa: ¿es posible escapar del sistema, o solo vamos a intentar sobrevivir dentro de él? Claro que tenemos el poder de cambiar las reglas del juego, pero eso es organización, conciencia colectiva y valentía para enfrentar a los excesos del poder.
El problema es que, como en la serie, el sistema está diseñado para desmoralizarnos, dividirnos y hacer añicos cualquier atisbo de esperanza. Sin embargo, la historia también nos enseña que los sistemas injustos no son eternos, quizás la clave esté en rechazar la lógica del juego, en negarse a aceptar sus reglas y en construir una nueva dinámica donde no haya ganadores ni perdedores, sino un país en el que quepamos todos. ¿Estamos dispuestos a hacerlo?
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