El caso de Cristina, víctima del Papirri, no es solo una anécdota oscura en la vida de un músico célebre; es, ante todo, un eco de historias que han sido silenciadas por siglos, una grieta en la fachada de respeto que muchas figuras de poder han construido cuidadosamente. En esta historia conviven dos universos: el de una adolescente de quince años, ilusionada y vulnerable, y el de un hombre de cuarenta, con autoridad, experiencia y el privilegio de navegar el mundo sin temor a las consecuencias. Dos universos que jamás deberían haber colisionado.
Cristina, una niña en el umbral de la juventud, se aventuró a lo desconocido con ojos llenos de curiosidad y quizá admiración. Él, su maestro, era más que un hombre: era una figura que encarnaba música y el mundo sofisticado que ella anhelaba conquistar. Pero en ese encuentro desigual, ¿qué queda de la autenticidad del amor, de la libertad de elegir? El consentimiento no puede existir cuando hay un abismo de poder entre dos personas.
El relato del músico, impregnado de justificaciones y detalles innecesarios, parece más un intento de pintar un cuadro indulgente de sí mismo que de aceptar el peso de sus acciones. Nos habla de llamadas telefónicas, almuerzos con el padre de la joven, e incluso del pasado sentimental de ella, como si todo eso pudiera justificar lo que es, en esencia, un abuso de poder y confianza. No hay palabras suficientes para explicar cómo alguien “desconoce” la edad de una persona a la que está enseñando, especialmente cuando esa persona es visiblemente una adolescente. Ese desconocimiento no es inocencia; es ceguera voluntaria.
Las palabras de Cristina son un torrente de dolor encapsulado en poesía: “De estudiante a amante, de aprendiz a Geisha”. Cada frase es un golpe, una revelación de cómo su mundo fue transformado de manera irreversible. Su juventud no le ofreció las herramientas para comprender el alcance de lo que vivía, y ahora, como adulta, lo expone con valentía. Sin embargo, enfrentarse a la narrativa pública que cuestiona su verdad es, sin duda, revivir el trauma.
Y luego están las redes sociales, ese foro moderno donde la empatía y crueldad se disputan cada comentario. “El caso ha prescrito”, dicen algunos, como si el paso del tiempo pudiera borrar el daño. Pero las cicatrices del alma no prescriben. La memoria de lo que se vivió se incrusta en los huesos, se queda en las sombras de cada relación futura, en cada intento de sanar.
Más allá de las cuestiones legales, esta historia nos enfrenta con una verdad dolorosa: vivimos en sociedades que protegen a los poderosos y desconfían de los vulnerables. ¿Cuántas Cristinas existen, cuyas voces no llegan a ser escuchadas? ¿Cuántos “Papirris” siguen siendo celebrados, mientras sus actos permanecen en la penumbra?
La justicia no puede limitarse al frío cálculo de los plazos legales. Debe extenderse a la creación de espacios seguros, donde las mujeres y las niñas puedan alzar la voz sin miedo. La verdadera justicia también implica que los hombres, especialmente aquellos en posiciones de poder, asuman la responsabilidad de sus actos, dejando de lado las excusas y aceptando el impacto de sus decisiones.
Cristina Wayar no solo nos habla de su historia; nos habla de las historias de todas las mujeres que han sido silenciadas, desacreditadas, o minimizadas. En ese sentido, no podemos darnos el lujo de ignorar su verdad, porque cada vez que elegimos el silencio, perpetuamos un sistema que traiciona a las víctimas y protege a los victimarios.
Es un recordatorio doloroso, pero necesario, de que la verdadera música que debemos escuchar no es la que sale de un escenario, sino la que emana del alma de quienes tienen el coraje de contar su verdad.
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