Bolivia es el país de las paradojas.
Así, y solo así, se puede explicar que sea poseedor de ingentes recursos naturales distribuidos en un territorio variopinto pero no haya podido alcanzar un grado de desarrollo por lo menos intermedio.
Una de las causas para el retraso parece ser la exagerada tendencia al consumo de bebidas alcohólicas. La historia suele traer explicaciones para las conductas colectivas. En las crónicas coloniales, incluso de autores indígenas como el inca Garcilaso de la Vega y Felipe Guamán Poma de Ayala, se habla, incluso abundantemente, de la inclinación que tenían los pueblos prehispánicos a la chicha.
La ingesta de chicha estaba vinculada a celebraciones públicas, el culto a los muertos y a las divinidades. En el capítulo XXI de sus “Comentarios Reales de los Incas”, Garcilaso refiere, por ejemplo, que el sapa inca “hacía esta ceremonia (como primogénito) en nombre de su padre el Sol, y con el vaso de la mano derecha le convidaba a beber, que era lo que el Sol había de hacer, convidando el Inca a todos sus parientes, porque eso del darse a beber unos a otros era la mayor y más ordinaria demostración que ellos tenían del beneplácito del superior para con el inferior y de la amistad de un amigo con el otro”. Por su parte, Guamán agrega en su “Nueva Crónica y Buen Gobierno” que “después del sacrificio, hacían grande fiesta, comían y bebían a la costa del sol, y danzaban taquies, y grandemente de beber en la plaza pública del Cuzco y en todo el reino”.
Pero el consumo de chicha llegó a tal extremo que la embriaguez pública fue considerada delito y se castigaba con la muerte.
Tras la llegada de los españoles y la sustitución de cultos, el consumo de bebidas embriagantes se trasladó a las fiestas en honor a Jesús, la Virgen María y los santos. Guamán lo deja traslucir así: “cómo sacrificaban al Illapa, al rayo, que agora les llaman Santiago, quemando coca y comidas, y chicha”.
El consumo de bebidas en fiestas patronales llegó, también, al Carnaval de Oruro que, actualmente, está teóricamente dedicado a la advocación mariana de la Virgen de la Candelaria que, por la ubicación de su santuario y la leyenda colonial que la rodea, es más conocida como Virgen del Socavón.
Allí, en Oruro, a una cuadra de la ruta del carnaval, ocurrió una tragedia de dimensiones inconmensurables. Una explosión causó la muerte de ocho personas y heridas en decenas.
El drama conmovió al país y fue el preludio de una explosión posterior. En naciones en las que existe auténtico respeto por la vida humana, semejante tragedia habría ameritado la suspensión del carnaval, por lo menos en la ciudad donde ocurrió el hecho, pero no en Bolivia. Lo que, en mi criterio, resumió la reacción popular fue la declaración de uno de los integrantes de las fraternidades folklóricas del carnaval que, tras conocer la noticia, dijo que él y los demás danzantes estaban “bailando con luto en el corazón”.
Otro de los pretextos para seguir bailando fue que la tragedia no había ocurrido en el carnaval. No se tomó en cuenta que fue a solo una cuadra de la ruta y, aunque hubiese sido ahí mismo, el festejo tampoco se hubiera suspendido. Recuérdese que, hace poco, la caída de una pasarela sobre una banda causó la muerte de un músico pero el carnaval siguió hasta el final, prácticamente inconmovible.
Existen conductas que no cambiarán porque tienen antecedentes históricos, prácticamente genéticos, y uno de ellos es el festejo por los carnavales. Lo censurable es que, así y todo, todavía digamos que sentimos la muerte de personas pero sigamos bailando.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.